sábado, 25 de mayo de 2024

♡₊˚ Maia | Mamá de mentiras

―¡Ya tuve suficiente de ustedes! ¡Me voy! ¡Los odio! ―gritó Maia de forma desgarradora, como si el alma se le fuera―. ¡Váyanse a la reputísima madre que los parió!

―¿Ah, sí? ¿Te querés ir? ¡A dónde te pensás ir! ¡Ni siquiera sabés lavar tus bombachas! ¡Ordená tu pieza, mejor!

Antes de que pudiera escuchar algo más, un portazo. El encierro le brindó un poco más de seguridad y confort. Dentro de esas cuatro paredes, con pósters en cada rincón, ropa acumulada y un olor a tabaco mezclado con perfume de mujer, nadie más podía molestarla. Solo su cabecita y a veces. Maia respiró profundamente tres veces, entrecerrando los ojos y tratando de apagar el calor que le subía por dentro.

Las discusiones y peleas con sus padres formaban parte de la vida cotidiana. La rutina familiar era simple: despertarlos a los gritos, insultarlos sin motivo, y dejar un hueco donde alguna vez debió ir el cariño. A su vez, los adultos compensaban estos desperfectos con regalos que brillaban solo por el lujo, jamás por un interés real nacido del corazón.

La adolescente los escuchó discutir, con la puerta cerrada interfiriendo en gran parte de la conversación:

―No, Alejandra. No me pidas que me calme ―el señor Miyazaki mantuvo la distancia con su esposa―. Esta niñita va de mal en peor.

―Ay, Riku. Es normal, está creciendo. Hay que tenerle paciencia, nomás.

―¿Paciencia? ¿No creés que ya hemos tenido suficiente?

―Ahora más que nunca. Está en una etapa difícil.

Muchas personas atribuían la conducta de la hija a la rebeldía adolescente. Según ellas, era normal que, a los quince años, asegurara conocer el mundo y solo se sintiera contenida en su habitación. Decían que era solo una fase: rebelarse contra la autoridad, querer romper patrones sin tener claro qué estaba mal.

Sin embargo, como la jovencita que era, afirmaba lo contrario. Poco tardó en comprender que aquellas formas de amor y corrección no eran sanas. Al darse cuenta, empezó a asfixiarse con la necesidad de ser distinta y desaparecer. Todos los días, a cualquier hora, se ensoñaba con la soledad y la libertad propias de la adolescencia: sin adultos que jodan, sin reglas. Ella dirigía su vida, sin tener en cuenta los errores que pudiera cometer.

La chica prendió la radio y se sumergió en las melodías de su disco favorito, con el volumen bajo para poder seguir escuchándolos. No quería seguir discutiendo; solo confirmar, aunque fuera para sí misma, que tenía razón. Pensarlo, nomás, porque había salido bien picuda y a la vez lo suficientemente sensata como para no ligarse castigos extra.

―Mirá, ya la contuvimos demasiado. Desde chiquita salió medio desviada. Empezó con que no quería ir a la iglesia, que no saludaba a sus abuelos… Ok, se lo bancamos. Después, que se iba hasta altas horas de la noche y ni un mensaje para saber en qué andaba.

La señora Morales resopló, resignada.

―Tendríamos que haberle dado cinturonazos. Así nos corregían en nuestra época, y funcionaba. ¿O vos te empeñabas en desobedecer a tus papás después? ―Su padre no iba a dar el brazo a torcer.

―No, por supuesto que no.

Hubo un breve silencio, hasta que la señora encontró una “solución”:

―¿Y si consideramos mandarla a un internado? Miremos el lado bueno. Tiene notas altas, puede entrar derechito. Lo del certificado de buena conducta lo podemos arreglar ―continuó la madre.

El diálogo aburrido no le importaba más. Hora de subir el volumen. No le importaba si los vecinos escuchaban los gritos de Gerard Way; la música era su armadura. Los amigos también ayudaban, como cuando escapaban un rato al parque para fumar y quejarse de lo injusta que es la vida. En ese momento se acordó de dónde Isaac había escondido la cajita. Prendió uno y abrió la ventana para dejar salir el humo.

Las letras de la canción la acompañaban.

"Son estos terrores que se sienten como si apretaran mi garganta." La canción puso en palabras lo que ella no sabía cómo decir. El nudo en la garganta le impedía sostener el cigarrillo entre los labios. Abusaba de la nicotina esperando que el ardor la distrajera.

Mientras admiraba el cielo, se preguntaba si esas relaciones eran lo usual. Por ejemplo, cuando iba a las casas de sus compañeritas, y en las pijamadas hablaban sobre lo que hicieron o harían el fin de semana. O en los cumpleaños, donde los papás se quedaban junto a sus hijos, los alzaban en hombros y preparaban banquetes, todo casero.

En su familia, eso no pasaba. ¿Qué tan normal es vivir con tus padres y al mismo tiempo tenerlos tan lejos?

"Ahora los niños sufren, y el salvador se aleja." Su familia practicaba el catolicismo, donde el salvador era Cristo. La religión le enseñaba que debía honrar a los mayores por sobre todas las cosas, que no debía mentir ni robar. Ya había reglas predeterminadas para guiarse en la vida, para los momentos en los que no supiera qué hacer.

No importaba cuántas veces lo intentaran: nunca lograron inculcarle los valores católicos. Según ellos, la cruz dictaba que un hombre y una mujer debían criar hijos entre rezos y buenas costumbres. Aunque... ¿también gritándose? ¿Acaso no era pecado tratar mal al prójimo? ¿Y de qué servía ir todos los domingos a misa si, al llegar a casa, lo único que escuchaba de su padre eran palabras como pendeja, inútil, testaruda, tonta, idiota, desagradecida? ¿Y su madre? ¿Por qué priorizaba la dopamina lujosa en lugar de pasar tiempo con sus hijos? Tal vez enseñándoles los colores, o motivándolos a aprender otro idioma.

“El desagüe contaminado por las instituciones.” Por el lado paterno, los Miyazaki formaban parte de un linaje japonés respetado (en realidad, temido). Su legado financiero en Buenos Aires les aseguraba una posición elevada con solo pronunciar el apellido. Eso los había vuelto clasistas, adictos al trabajo y atrapados en un círculo cerrado de gente igual.

Por otro lado, los Morales criaron a su madre para ser una esposa trofeo, cuya única aspiración era casarse e incubar hijos. Quizá por ello descargaba sus frustraciones con el vino y usaba el dinero del marido para comprarse bolsos Chanel: su método de afrontamiento ante la ausencia de amor (y que, en cierto modo, sus hijos terminaron heredando). Más allá de eso, los abuelos y los tíos casi no se aparecían. Maia pensaba que debían ser iguales: mujeres con posibles retoques estéticos, roles de género asignados y un desinterés emocional por sus hijos.

Los genes ya estaban contaminados: la contaminaron a ella, y contaminarán a su hermanito. Al menos, se consolaba con su cabello negro, lacio y naturalmente brillante, y con su piel tan pálida que, al maquillarse con tonos oscuros y vestir de negro, adquiría un aire enfermizo: puro estilo emo en plena pubescencia.

El cigarrillo se consumía a la mitad, y aun así quería exprimir cada bocanada. A pesar de detestar el sabor, su cuerpo lo exigía. También había considerado probar el porro, alentada por su amiga Fran, que juraba que con dos secas bastaba, y que la sensación de relajación no tenía punto de comparación con el tabaco. Lo habría intentado, de no ser porque la misma Fran había tenido un mal viaje. Igual, lo mejor sería dejar de depender de cualquier sustancia y enfrentar el dilema de una vez.

“¡No llores por mí! ¡No merezco tu simpatía! Porque no hay forma en la que yo vaya a regresar”. Sí, había encontrado la solución: huir.

Tiró el pucho consumido y encendió el último mientras planeaba su escape.

Estaba a punto de cumplir dieciséis. La emancipación era una posibilidad real. Conseguiría un trabajo de medio tiempo, capaz en el McDonald’s de la vuelta. Haría sacrificios para ahorrar, incluso si eso significaba dejar de fumar y renunciar a los encuentros con sus amigos cada fin de semana. Podía pedirles que le mandaran plata: a ellos les sobraba, y probablemente sería un alivio que empezara a mantenerse sola cuanto antes.

La idea de escapar le resultaba tan tentadora que, por un momento, todo parecía sencillo.

El tema era Matías.

Su hermano, con ese cabello rubio que parecía una aureola, era lo más cercano a un ángel, junto con las sutiles facciones asiáticas heredadas de los Miyazaki. Al menos él sonreía; su padre no.

Si ella se iba, ¿qué pasaría con Mati? Seguro lo convertirían en el blanco de todos los bardos familiares. No podía llevárselo. Si lo intentaba, los asistentes sociales le caerían encima.

Anotaba todo en un cuaderno viejo de la primaria, su diario improvisado, donde volcaba sus desahogos, listas de compras y dibujos aleatorios (o, mejor dicho, garabatos excéntricos). Esa noche llenó una página con preguntas que pensaba responder más adelante.

Acababa de dar una pitada cuando el reproductor se trabó cinco segundos. En ese silencio repentino, escuchó un portazo seco en la habitación de sus padres. Seguro habían peleado. Su mamá se encerró y su papá vendría a ver qué hacía ella.

Dejó el cigarro en una maceta, escondió la cajita de puchos bajo el colchón y cerró el cuaderno de golpe. Apagó la radio con urgencia y se quedó inmóvil, atenta a los pasos. Sabía distinguirlos casi a la perfección: el roce suave de los pies sobre la madera o el chirrido intencional que hacía su padre cuando estaba enojado.

—¡Mai, Mai! —llamó una vocecita tímida, golpeando la puerta con dificultad.

Maia exhaló aliviada al reconocerla. Abrió apenas la puerta, dejando ver solo su rostro.

—Hola, mi vida —le sonrió—. ¿Qué pasó?

—¿Jugamos? —preguntó su hermano, extendiéndole dos aviones de plástico con entusiasmo.

La hermana mayor dudó un instante.

—Bueno, pasá. Pero sin hacer mucho ruido, ¿sí? Así no nos retan.

Matías asintió y entró despacito al cuarto. Quizás Mai debería insistirle en que hiciera su tarea. Con eso, toda la casa estaría en silencio, sus papás se calmarían y podrían cenar tranquilos. Pero, siendo realistas, nadie se iba a preocupar por cómo le fue al más chiquito en su primer día de clases.

—¡Me fue re bien! —contó Matías, emocionado—. Hablé con dos chicos en el recreo y ahora somos amigos.

—¡Qué bueno! ¿Cómo se llaman?

—Joaquín y Santi.

—¿Y cómo los conociste?

—Me invitaron a jugar a la pelota en el recreo… hasta que la maestra nos retó. Dijo que no podíamos seguir porque nos poníamos muy… ¿cómo se dice? Cuando te tirás arriba de otros.

—¿Bruscos?

—Sí, bruscos. Alejo nos empujaba y nos hacía caer. Le lastimó la rodilla a Santi.

—Vos no te metiste, me imagino…

—Obvio que me metí. Le puse el pie y lo hice caer al pelotudo de Alejo.

Maia sonrió. Le permitía decir malas palabras, siempre que no se pasara.

—Muy bien, siempre defendiendo a tus amigos.

Matías asintió, orgulloso. Valoraba más que nada las lecciones de su hermana. Para él, era su consejera, su mejor amiga y una especie de mamá de mentira.

Se tiraron al piso, y Maia le pasó un avioncito.

—El mío va a volar más alto —alardeó, deslizándolo por el suelo antes de levantarlo en el aire.

Corrieron una carrera con los avioncitos. Matías intentó usar la cama como ventaja. No le funcionó. Eso sí, le ganó en velocidad cuando empezó a correr por toda la habitación.

Después de un rato, se aburrió y se acercó a la ventana, mirando el atardecer y las plantas que cultivaba su hermana.

—No te comas la menta. Le tengo que echar algo porque tiene bichos —advirtió Mai, sin levantar la vista.

El menor no pareció escuchar y escarbó un poco la maceta, hasta que sus dedos toparon con algo. Lo sacó y lo miró con curiosidad.

—Mai, ¿qué es esto? —preguntó, sosteniéndolo como si fuera un objeto extraterrestre.

Maia se lo arrancó de las manos.

—¡Dejá eso! —espetó—. Ahora te va a quedar olor feo en las manos.

Matías se las acercó a la nariz y puso una mueca de asco. Incluso pareció contener una arcada. Ella suspiró y tiró el cigarro sin terminar. Le había perdido el gusto, y delante de su hermano, menos que menos.

Le pasó alcohol en gel.

—¿’Manita, fumás?

Se quedó en silencio. ¿Qué le respondía? Pensó en salir con una ironía, pero la pregunta sonaba demasiado inocente.

—No se lo digas a mamá y papá, ¿ok? Me voy a enojar mucho si lo hacés —le advirtió.

Matías asintió, sintiendo un escalofrío al imaginar el enojo de su hermana. Pero al instante, ambos se fundieron en un abrazo. Cerró los ojos, deseando que el tiempo se frenara. Al separarse, sacudió la cabeza y se puso a ordenar su cuarto.

—¿Por qué la gente fuma, ‘manita? —preguntó Matías, mientras recogía los avioncitos del suelo y los alineaba prolijamente sobre la cama.

Maia le dio la espalda y suspiró.

—¿Para qué querés saber?

—No sé… me parece raro.

—Hay varios motivos. No todos fuman por lo mismo.

—¿Como cuáles?

—Algunos lo hacen por moda, porque sus amigos los presionan… Otros creen que los hace ver cool o más lindos. También hay quienes fuman por curiosidad. Y algunos, bueno… lo hacen para lidiar con problemas.

Matías se quedó callado, pensativo. Después soltó, casi sin pensarlo:

—¿Y yo puedo probar?

Se quedó helada.

—¡Ni se te ocurra! —exclamó, girando para encararlo de golpe.

—¿Por qué no? Si vos lo hacés, debe ser por algo…

—Matías, en serio. No lo hagas nunca —su voz sonó más grave y preocupada que de costumbre.

Él frunció el ceño, confundido. Luego, tras unos segundos en silencio, cambió de tema:

—¿Vos tenés problemas?

—Sí. Todas las personas tenemos. Algunos más heavies, otros más tranquis.

Dicho esto, Maia retomó su tarea, doblando remeras con movimientos mecánicos.

—¿Yo también? —preguntó Matías, con curiosidad.

La chica resopló y lo miró a los ojos.

—Un problema siempre tiene solución. ¿Cuál creés que es tu mayor problema ahora?

—Mmh… Terminar mi casa en Minecraft.

—Ok, vamos a solucionarlo.

Encendió la computadora y acomodó el escritorio para que su hermano tuviera más espacio. Matías jugó durante un par de horas, a veces gritando con frustración:

—¡Maldito creeper, me reventó la casa! ¡Rajá de acá, zombi de mierda! ¡Bajate de ahí, araña puta!

Maia lo retó con suavidad, entre risas.

—¿Te molesta si pongo música? —preguntó, mientras volvía a encender el CD player.

—No. Me gusta la música que ponés. ¿Cómo se llama?

—¿Esta banda? My Chemical Romance.

—Me suena… Creo que ya los pusiste antes.

—Sí, los descubrí en mi fase emo. ¿Te acordás de mis quince? Con mis amigos hicimos karaoke con este álbum.

—¡Ah! Ya me acuerdo —dijo Matías, pausando el juego—. ¿Por qué dejaste de ser emo?

—Me aburrí de ir toda de negro. Además, no es un look apto para un clima húmedo como el de acá. Pero las bandas me siguen gustando.

—Menos mal, porque te quedaba re fiero ese estilo.

Los dos se largaron a reír. En medio de las carcajadas, se dieron cuenta de la hora: el celular marcaba las nueve de la noche.

—Mati, ya es hora de cenar. ¿Tenés hambre?

—Un poco, sí. ¿Mamá habrá hecho la cena?

—Nah, no creo. Nos va a tocar cocinar.

—Bueno, dale. ¡Podemos hacer pizza!

—Excelente idea. Bajemos. De paso, llevamos la radio para seguir escuchando música.

—¡Sí!

Sin más charla, se tomaron de la mano y bajaron a la cocina; Maia con un paso seguro y Matías con pisadas de pulgarcito. Al llegar, la mayor se ató el pelo y se arremangó con cuidado, asegurándose de que ambas mangas quedaran simétricas. El menor, en cambio, se puso un pintorcito que todavía conservaba del jardín.

Preparar la masa fue lo más divertido: terminaron cubiertos de harina, muertos de risa y con una pila de platos por lavar. Matías se ocupó de la salsa mientras ella le indicaba las cantidades exactas de condimentos, como si fuera una receta secreta. Después, cortaron el queso en trozos, compitiendo por ver quién llenaba su mitad de la pizza más rápido. La cocina era un desastre. A ninguno le importaba. Cuando la masa estuvo lista y bien acomodada, Maia prendió el horno. No iba a dejar que su hermano lo hiciera todavía.

Esa noche, los hermanos cenaron en total paz. Luego, Maia acompañó a Matías a la cama y le leyó un capítulo de El Principito, terminando con un profundo beso de buenas noches.

Al salir de la habitación, su madre la interceptó en el pasillo.

—Está decidido. Empezás la semana que viene.

La hija asintió en silencio, resignada.

—¿Hay algún "pero"? —insistió su madre.

—Ninguno.

No se miraron a los ojos. El silencio las envolvió como una pared invisible. Luego, cada una se encerró en su cuarto.

Pero sí había peros. Muchos.

¿Qué pasaría con Matías? ¿Se enojaría? ¿Lo entendería? ¿Podría aguantar sin su "madre de mentiras"? ¿Quién le daría el beso de buenas noches? ¿Quién le prestaría la computadora para jugar? ¿Quién se preocuparía por sus días de escuela?

Tal vez quería irse, pero no cargar con la culpa de abandonarlo. Tal vez deseaba ser libre, pero no como ellos. Tal vez, en el fondo, soñaba con que alguien viniera a rescatarlos a los dos.

Antes de meterse en la cama, miró el estuche un momento más. “Cuidalo, Mati”, pensó. Después, apagó la luz. Cerró los ojos y rezó. Rezó para que la perdonara.




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