―¡Ya tuve suficiente de ustedes! ¡Me voy! ¡Los odio! ―gritó Maia de forma desgarradora, como si el alma se le fuera―. ¡Váyanse a la reputísima madre que los parió!
―¿Ah,
sí? ¿Te querés ir? ¡A dónde te pensás ir! ¡Ni siquiera sabés lavar tus
bombachas! ¡Ordená tu pieza, mejor!
Antes
de que pudiera escuchar algo más, un portazo. El encierro le brindó un poco más
de seguridad y confort. Dentro de esas cuatro paredes, con pósters en cada
rincón, ropa acumulada y un olor a tabaco mezclado con perfume de mujer, nadie
más podía molestarla. Solo su cabecita y a veces. Maia respiró profundamente
tres veces, entrecerrando los ojos y tratando de apagar el calor que le subía
por dentro.
Las
discusiones y peleas con sus padres formaban parte de la vida cotidiana. La
rutina familiar era simple: despertarlos a los gritos, insultarlos sin motivo,
y dejar un hueco donde alguna vez debió ir el cariño. A su vez, los adultos
compensaban estos desperfectos con regalos que brillaban solo por el lujo,
jamás por un interés real nacido del corazón.
La
adolescente los escuchó discutir, con la puerta cerrada interfiriendo en gran
parte de la conversación:
―No,
Alejandra. No me pidas que me calme ―el señor Miyazaki mantuvo la distancia con
su esposa―. Esta niñita va de mal en peor.
―Ay,
Riku. Es normal, está creciendo. Hay que tenerle paciencia, nomás.
―¿Paciencia?
¿No creés que ya hemos tenido suficiente?
―Ahora
más que nunca. Está en una etapa difícil.
Muchas
personas atribuían la conducta de la hija a la rebeldía adolescente. Según
ellas, era normal que, a los quince años, asegurara conocer el mundo y solo se
sintiera contenida en su habitación. Decían que era solo una fase: rebelarse
contra la autoridad, querer romper patrones sin tener claro qué estaba mal.
Sin
embargo, como la jovencita que era, afirmaba lo contrario. Poco tardó en
comprender que aquellas formas de amor y corrección no eran sanas. Al darse
cuenta, empezó a asfixiarse con la necesidad de ser distinta y desaparecer.
Todos los días, a cualquier hora, se ensoñaba con la soledad y la libertad
propias de la adolescencia: sin adultos que jodan, sin reglas. Ella dirigía su
vida, sin tener en cuenta los errores que pudiera cometer.
La
chica prendió la radio y se sumergió en las melodías de su disco favorito, con
el volumen bajo para poder seguir escuchándolos. No quería seguir discutiendo;
solo confirmar, aunque fuera para sí misma, que tenía razón. Pensarlo, nomás,
porque había salido bien picuda y a la vez lo suficientemente sensata como para
no ligarse castigos extra.
―Mirá,
ya la contuvimos demasiado. Desde chiquita salió medio desviada. Empezó con que
no quería ir a la iglesia, que no saludaba a sus abuelos… Ok, se lo bancamos.
Después, que se iba hasta altas horas de la noche y ni un mensaje para saber en
qué andaba.
La
señora Morales resopló, resignada.
―Tendríamos
que haberle dado cinturonazos. Así nos corregían en nuestra época, y funcionaba.
¿O vos te empeñabas en desobedecer a tus papás después? ―Su padre no iba a dar
el brazo a torcer.
―No,
por supuesto que no.
Hubo
un breve silencio, hasta que la señora encontró una “solución”:
―¿Y
si consideramos mandarla a un internado? Miremos el lado bueno. Tiene notas
altas, puede entrar derechito. Lo del certificado de buena conducta lo podemos
arreglar ―continuó la madre.
El
diálogo aburrido no le importaba más. Hora de subir el volumen. No le importaba
si los vecinos escuchaban los gritos de Gerard Way; la música era su armadura. Los
amigos también ayudaban, como cuando escapaban un rato al parque para fumar y
quejarse de lo injusta que es la vida. En ese momento se acordó de dónde Isaac
había escondido la cajita. Prendió uno y abrió la ventana para dejar salir el
humo.
Las
letras de la canción la acompañaban.
"Son
estos terrores que se sienten como si apretaran mi garganta." La canción puso en palabras lo que ella no
sabía cómo decir. El nudo en la garganta le impedía sostener el cigarrillo
entre los labios. Abusaba de la nicotina esperando que el ardor la distrajera.
Mientras
admiraba el cielo, se preguntaba si esas relaciones eran lo usual. Por ejemplo,
cuando iba a las casas de sus compañeritas, y en las pijamadas hablaban sobre
lo que hicieron o harían el fin de semana. O en los cumpleaños, donde los papás
se quedaban junto a sus hijos, los alzaban en hombros y preparaban banquetes,
todo casero.
En
su familia, eso no pasaba. ¿Qué tan normal es vivir con tus padres y al mismo tiempo
tenerlos tan lejos?
"Ahora
los niños sufren, y el salvador se aleja." Su familia practicaba el catolicismo, donde
el salvador era Cristo. La religión le enseñaba que debía honrar a los mayores por
sobre todas las cosas, que no debía mentir ni robar. Ya había reglas
predeterminadas para guiarse en la vida, para los momentos en los que no
supiera qué hacer.
No
importaba cuántas veces lo intentaran: nunca lograron inculcarle los valores
católicos. Según ellos, la cruz dictaba que un hombre y una mujer debían criar
hijos entre rezos y buenas costumbres. Aunque... ¿también gritándose? ¿Acaso no
era pecado tratar mal al prójimo? ¿Y de qué servía ir todos los domingos a misa
si, al llegar a casa, lo único que escuchaba de su padre eran palabras como pendeja,
inútil, testaruda, tonta, idiota, desagradecida? ¿Y su madre? ¿Por qué
priorizaba la dopamina lujosa en lugar de pasar tiempo con sus hijos? Tal vez
enseñándoles los colores, o motivándolos a aprender otro idioma.
“El
desagüe contaminado por las instituciones.” Por el lado paterno, los Miyazaki formaban parte de un linaje
japonés respetado (en realidad, temido). Su legado financiero en Buenos Aires
les aseguraba una posición elevada con solo pronunciar el apellido. Eso los
había vuelto clasistas, adictos al trabajo y atrapados en un círculo cerrado de
gente igual.
Por
otro lado, los Morales criaron a su madre para ser una esposa trofeo, cuya
única aspiración era casarse e incubar hijos. Quizá por ello descargaba sus
frustraciones con el vino y usaba el dinero del marido para comprarse bolsos
Chanel: su método de afrontamiento ante la ausencia de amor (y que, en cierto
modo, sus hijos terminaron heredando). Más allá de eso, los abuelos y los tíos
casi no se aparecían. Maia pensaba que debían ser iguales: mujeres con posibles
retoques estéticos, roles de género asignados y un desinterés emocional por sus
hijos.
Los
genes ya estaban contaminados: la contaminaron a ella, y contaminarán a su
hermanito. Al menos, se consolaba con su cabello negro, lacio y naturalmente
brillante, y con su piel tan pálida que, al maquillarse con tonos oscuros y
vestir de negro, adquiría un aire enfermizo: puro estilo emo en plena
pubescencia.
El
cigarrillo se consumía a la mitad, y aun así quería exprimir cada bocanada. A pesar
de detestar el sabor, su cuerpo lo exigía. También había considerado probar el
porro, alentada por su amiga Fran, que juraba que con dos secas bastaba, y que
la sensación de relajación no tenía punto de comparación con el tabaco. Lo
habría intentado, de no ser porque la misma Fran había tenido un mal viaje. Igual,
lo mejor sería dejar de depender de cualquier sustancia y enfrentar el dilema
de una vez.
“¡No
llores por mí! ¡No merezco tu simpatía! Porque no hay forma en la que yo vaya a
regresar”. Sí, había
encontrado la solución: huir.
Tiró
el pucho consumido y encendió el último mientras planeaba su escape.
Estaba
a punto de cumplir dieciséis. La emancipación era una posibilidad real.
Conseguiría un trabajo de medio tiempo, capaz en el McDonald’s de la vuelta.
Haría sacrificios para ahorrar, incluso si eso significaba dejar de fumar y
renunciar a los encuentros con sus amigos cada fin de semana. Podía pedirles
que le mandaran plata: a ellos les sobraba, y probablemente sería un alivio que
empezara a mantenerse sola cuanto antes.
La
idea de escapar le resultaba tan tentadora que, por un momento, todo parecía
sencillo.
El
tema era Matías.
Su
hermano, con ese cabello rubio que parecía una aureola, era lo más cercano a un
ángel, junto con las sutiles facciones asiáticas heredadas de los Miyazaki. Al
menos él sonreía; su padre no.
Si
ella se iba, ¿qué pasaría con Mati? Seguro lo convertirían en el blanco de
todos los bardos familiares. No podía llevárselo. Si lo intentaba, los
asistentes sociales le caerían encima.
Anotaba
todo en un cuaderno viejo de la primaria, su diario improvisado, donde volcaba
sus desahogos, listas de compras y dibujos aleatorios (o, mejor dicho,
garabatos excéntricos). Esa noche llenó una página con preguntas que pensaba
responder más adelante.
Acababa
de dar una pitada cuando el reproductor se trabó cinco segundos. En ese
silencio repentino, escuchó un portazo seco en la habitación de sus padres. Seguro
habían peleado. Su mamá se encerró y su papá vendría a ver qué hacía ella.
Dejó
el cigarro en una maceta, escondió la cajita de puchos bajo el colchón y cerró
el cuaderno de golpe. Apagó la radio con urgencia y se quedó inmóvil, atenta a
los pasos. Sabía distinguirlos casi a la perfección: el roce suave de los pies
sobre la madera o el chirrido intencional que hacía su padre cuando estaba
enojado.
—¡Mai,
Mai! —llamó una vocecita tímida, golpeando la puerta con dificultad.
Maia
exhaló aliviada al reconocerla. Abrió apenas la puerta, dejando ver solo su
rostro.
—Hola,
mi vida —le sonrió—. ¿Qué pasó?
—¿Jugamos?
—preguntó su hermano, extendiéndole dos aviones de plástico con entusiasmo.
La
hermana mayor dudó un instante.
—Bueno,
pasá. Pero sin hacer mucho ruido, ¿sí? Así no nos retan.
Matías
asintió y entró despacito al cuarto. Quizás Mai debería insistirle en que
hiciera su tarea. Con eso, toda la casa estaría en silencio, sus papás se
calmarían y podrían cenar tranquilos. Pero, siendo realistas, nadie se iba a
preocupar por cómo le fue al más chiquito en su primer día de clases.
—¡Me
fue re bien! —contó Matías, emocionado—. Hablé con dos chicos en el recreo y
ahora somos amigos.
—¡Qué
bueno! ¿Cómo se llaman?
—Joaquín
y Santi.
—¿Y
cómo los conociste?
—Me
invitaron a jugar a la pelota en el recreo… hasta que la maestra nos retó. Dijo
que no podíamos seguir porque nos poníamos muy… ¿cómo se dice? Cuando te tirás
arriba de otros.
—¿Bruscos?
—Sí,
bruscos. Alejo nos empujaba y nos hacía caer. Le lastimó la rodilla a Santi.
—Vos
no te metiste, me imagino…
—Obvio
que me metí. Le puse el pie y lo hice caer al pelotudo de Alejo.
Maia
sonrió. Le permitía decir malas palabras, siempre que no se pasara.
—Muy
bien, siempre defendiendo a tus amigos.
Matías
asintió, orgulloso. Valoraba más que nada las lecciones de su hermana. Para él,
era su consejera, su mejor amiga y una especie de mamá de mentira.
Se
tiraron al piso, y Maia le pasó un avioncito.
—El
mío va a volar más alto —alardeó, deslizándolo por el suelo antes de levantarlo
en el aire.
Corrieron
una carrera con los avioncitos. Matías intentó usar la cama como ventaja. No le
funcionó. Eso sí, le ganó en velocidad cuando empezó a correr por toda la
habitación.
Después
de un rato, se aburrió y se acercó a la ventana, mirando el atardecer y las
plantas que cultivaba su hermana.
—No
te comas la menta. Le tengo que echar algo porque tiene bichos —advirtió Mai,
sin levantar la vista.
El
menor no pareció escuchar y escarbó un poco la maceta, hasta que sus dedos
toparon con algo. Lo sacó y lo miró con curiosidad.
—Mai,
¿qué es esto? —preguntó, sosteniéndolo como si fuera un objeto extraterrestre.
Maia
se lo arrancó de las manos.
—¡Dejá
eso! —espetó—. Ahora te va a quedar olor feo en las manos.
Matías
se las acercó a la nariz y puso una mueca de asco. Incluso pareció contener una
arcada. Ella suspiró y tiró el cigarro sin terminar. Le había perdido el gusto,
y delante de su hermano, menos que menos.
Le
pasó alcohol en gel.
—¿’Manita,
fumás?
Se
quedó en silencio. ¿Qué le respondía? Pensó en salir con una ironía, pero la
pregunta sonaba demasiado inocente.
—No
se lo digas a mamá y papá, ¿ok? Me voy a enojar mucho si lo hacés —le advirtió.
Matías
asintió, sintiendo un escalofrío al imaginar el enojo de su hermana. Pero al
instante, ambos se fundieron en un abrazo. Cerró los ojos, deseando que el
tiempo se frenara. Al separarse, sacudió la cabeza y se puso a ordenar su
cuarto.
—¿Por
qué la gente fuma, ‘manita? —preguntó Matías, mientras recogía los
avioncitos del suelo y los alineaba prolijamente sobre la cama.
Maia
le dio la espalda y suspiró.
—¿Para
qué querés saber?
—No
sé… me parece raro.
—Hay
varios motivos. No todos fuman por lo mismo.
—¿Como
cuáles?
—Algunos
lo hacen por moda, porque sus amigos los presionan… Otros creen que los hace
ver cool o más lindos. También hay quienes fuman por curiosidad. Y algunos,
bueno… lo hacen para lidiar con problemas.
Matías
se quedó callado, pensativo. Después soltó, casi sin pensarlo:
—¿Y
yo puedo probar?
Se
quedó helada.
—¡Ni
se te ocurra! —exclamó, girando para encararlo de golpe.
—¿Por
qué no? Si vos lo hacés, debe ser por algo…
—Matías,
en serio. No lo hagas nunca —su voz sonó más grave y preocupada que de
costumbre.
Él
frunció el ceño, confundido. Luego, tras unos segundos en silencio, cambió de
tema:
—¿Vos
tenés problemas?
—Sí.
Todas las personas tenemos. Algunos más heavies, otros más tranquis.
Dicho
esto, Maia retomó su tarea, doblando remeras con movimientos mecánicos.
—¿Yo
también? —preguntó Matías, con curiosidad.
La
chica resopló y lo miró a los ojos.
—Un
problema siempre tiene solución. ¿Cuál creés que es tu mayor problema ahora?
—Mmh…
Terminar mi casa en Minecraft.
—Ok,
vamos a solucionarlo.
Encendió
la computadora y acomodó el escritorio para que su hermano tuviera más espacio.
Matías jugó durante un par de horas, a veces gritando con frustración:
—¡Maldito
creeper, me reventó la casa! ¡Rajá de acá, zombi de mierda! ¡Bajate de ahí,
araña puta!
Maia
lo retó con suavidad, entre risas.
—¿Te
molesta si pongo música? —preguntó, mientras volvía a encender el CD player.
—No.
Me gusta la música que ponés. ¿Cómo se llama?
—¿Esta
banda? My Chemical Romance.
—Me
suena… Creo que ya los pusiste antes.
—Sí,
los descubrí en mi fase emo. ¿Te acordás de mis quince? Con mis amigos hicimos
karaoke con este álbum.
—¡Ah!
Ya me acuerdo —dijo Matías, pausando el juego—. ¿Por qué dejaste de ser emo?
—Me
aburrí de ir toda de negro. Además, no es un look apto para un clima húmedo
como el de acá. Pero las bandas me siguen gustando.
—Menos
mal, porque te quedaba re fiero ese estilo.
Los
dos se largaron a reír. En medio de las carcajadas, se dieron cuenta de la
hora: el celular marcaba las nueve de la noche.
—Mati,
ya es hora de cenar. ¿Tenés hambre?
—Un
poco, sí. ¿Mamá habrá hecho la cena?
—Nah,
no creo. Nos va a tocar cocinar.
—Bueno,
dale. ¡Podemos hacer pizza!
—Excelente
idea. Bajemos. De paso, llevamos la radio para seguir escuchando música.
—¡Sí!
Sin
más charla, se tomaron de la mano y bajaron a la cocina; Maia con un paso
seguro y Matías con pisadas de pulgarcito. Al llegar, la mayor se ató el pelo y
se arremangó con cuidado, asegurándose de que ambas mangas quedaran simétricas.
El menor, en cambio, se puso un pintorcito que todavía conservaba del jardín.
Preparar
la masa fue lo más divertido: terminaron cubiertos de harina, muertos de risa y
con una pila de platos por lavar. Matías se ocupó de la salsa mientras ella le
indicaba las cantidades exactas de condimentos, como si fuera una receta
secreta. Después, cortaron el queso en trozos, compitiendo por ver quién
llenaba su mitad de la pizza más rápido. La cocina era un desastre. A ninguno
le importaba. Cuando la masa estuvo lista y bien acomodada, Maia prendió el
horno. No iba a dejar que su hermano lo hiciera todavía.
Esa
noche, los hermanos cenaron en total paz. Luego, Maia acompañó a Matías a la cama
y le leyó un capítulo de El Principito, terminando con un profundo beso de
buenas noches.
Al
salir de la habitación, su madre la interceptó en el pasillo.
—Está
decidido. Empezás la semana que viene.
La
hija asintió en silencio, resignada.
—¿Hay
algún "pero"? —insistió su madre.
—Ninguno.
No
se miraron a los ojos. El silencio las envolvió como una pared invisible.
Luego, cada una se encerró en su cuarto.
Pero
sí había peros. Muchos.
¿Qué
pasaría con Matías? ¿Se enojaría? ¿Lo entendería? ¿Podría aguantar sin su
"madre de mentiras"? ¿Quién le daría el beso de buenas noches? ¿Quién
le prestaría la computadora para jugar? ¿Quién se preocuparía por sus días de
escuela?
Tal
vez quería irse, pero no cargar con la culpa de abandonarlo. Tal vez deseaba
ser libre, pero no como ellos. Tal vez, en el fondo, soñaba con que alguien
viniera a rescatarlos a los dos.
Antes
de meterse en la cama, miró el estuche un momento más. “Cuidalo, Mati”, pensó. Después,
apagó la luz. Cerró los ojos y rezó. Rezó para que la perdonara.
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