sábado, 23 de noviembre de 2024

♡₊˚ Melania | Fe y castigo

Melania sueña con volver al pasado.

Extraña el resplandor de su piel: intacta, inmaculada frente a las otras señoritas, sin la sombra del acné. Sus ojos, antes bañados en ternura e inocencia, ahora se marchitan lentamente al contemplar la crudeza del mundo, su miseria cínica y despiadada. Solía pintarse los labios con gloss de frutilla para que se vieran jugosos. Ahora los deja secarse y resquebrajarse, víctimas de sus hiperventilaciones y su ansiedad.

Detesta su cuerpo, que deja atrás la delicadeza de la infancia, para esculpir la silueta de una mujer. Siente que Dios la ha condenado, y se nombra a sí misma “pecadora andante”. Sus padres la obligan a encajar en la jaula dorada de un hogar donde esperan de ella las tareas de una “puta” ama de casa. En la escuela, las burlas y el desprecio la acorralaron hasta que decidió desaparecer

¿Quién destruyó su vida? Ella misma, murmura con certeza.

 

Todavía guarda vívidos los recuerdos de su infancia. Disfrutaba saltar a la soga en los recreos, adornaba sus lisos de oro con moñitos y vestía siempre en fucsias, rosa viejo y rosa bebé. La falda le rozaba las rodillas, y el primer botón de la camisa, abrochado. “No tenés edad para andar mostrando… bueno, nunca deberías hacerlo. La modestia nos vuelve más bellas”, repetían sus tías ortodoxas.

Los domingos de misa siguen vivos en su memoria: el velo de seda blanco que le regaló su abuela, la ropa con aires cuarentosos, los colores apagados, las balerinas bien lustradas. La familia reunida a las nueve de la mañana —o antes— para recibir al Señor. Ella fingía prestar atención, soportaba la solemnidad del rito, porque después, en la casa de los abuelos, la esperaba su pequeño paraíso: muñecas de porcelana, columpios que la mareaban, y conejos blancos que correteaban en el jardín. Adorable, pura, entregada a la fe, resguardada por y para su familia.

Añora la escuela, una institución religiosa donde solo asistían niñas bien portadas, protegidas de los hombres. El edificio, antiguo y solemne, parecía más un internado del siglo pasado, impecable: una Biblia, una cruz y reglas inflexibles. De vez en cuando, alguna osaba rebelarse, pintándose las uñas de rojo o cortando unos centímetros de la falda. Las más atrevidas llegaban a tener affaires con compañeras o con chicos de otras escuelas. Inevitablemente, las amonestaban, sus padres las reprendían, sus amigas las rechazaban. Y, por supuesto, Dios las condenaba.

Las tardes transcurrían entre hilos y agujas, costuras y bordados. Horneaba galletas de vainilla con formas caprichosas y rellenos de chocolate. Escribía sus deseos en un diario que aún conserva, y que la sigue acompañando en esta adolescencia corrompida.

El romance era un misterio; los libros cursis cedían su lugar a fábulas bíblicas, y cada película que su familia conseguía era revisada minuciosamente: si contenía un ápice de amor, la descartaban. Su único contacto con varones se limitaba a su padre, su abuelo, sus hermanos y, en ocasiones, sus primos. A veces se cruzaba con vecinos de otros departamentos, o un chico lindo se sentaba a su lado en el parque. Pero siempre sin contacto. Sin nada.

Hasta que, una tarde, conoció el pecado.

 

Aquella mañana, mientras colgaba la ropa en el tendedero del balcón, lo vio.

Estaba inclinado sobre el capó de su auto, con las manos manchadas de grasa y el ceño fruncido. Sus ojos almendrados destellaban bajo la luz del sol; su piel tersa evocaba la delicadeza de la época victoriana, y su cabello, oscuro como la noche, tenía mechones desteñidos que parecían estrellas desperdigadas en el firmamento.

La cautivó.

Durante unos segundos, olvidó lo que estaba haciendo hasta que la voz de su madre la arrancó de su ensueño: “¡Apurate, que tenés que barrer!”

Hasta el día de hoy, le cuesta olvidar aquella sonrisa ladeada… y el guiño que le dedicó.

Los días siguientes, se lo cruzaba en las escaleras o lo veía tomar mate bajo la sombra de un naranjo. Algunas tardes, él salía a su balcón a regar su pequeña huerta, y Melania, escondida tras las cortinas, lo espiaba, soñando con sus abrazos.

Su diario —aquel confidente de la infancia que guardaba juegos y secretos— cambió. De pronto, se volvió un registro de cruces fugaces, miradas robadas y fantasías virginales.

Y entonces, Dios la escuchó.

El tan ansiado encuentro ocurrió una tarde de abril, fría y sombría, con la lluvia cayendo a cántaros. Meli había olvidado las llaves de su casa y, sin ningún pariente cerca para auxiliarla, pensó en llamar a algún vecino con la esperanza de que le abriera. Se refugió bajo el angosto techo del edificio. Sacudió las suelas empapadas sobre una alfombrilla sucia. Entonces, una voz grave y amistosa rompió el murmullo de la tormenta:

—¡Hola! ¿Venís a visitar a alguien?

Se giró con lentitud. Su corazón se encogió. Tardó unos segundos en responder:

—De hecho, no. Vivo acá —murmuró con torpeza.

—¿Y qué hacés bajo la lluvia? ¡Vení, que te abro! —el chico buscó las llaves y abrió a toda velocidad, dejando que la niña pasara primero.

—¿Vos… sos de acá también? —Mel intentó sacarle conversación.

—Sí. Por eso te abrí.

—Ah, no te había visto antes —mintió, dejando de hacer contacto visual.

—¡Ah! Es que me mudé hace unas pocas semanas. En realidad crecí en un pueblito de acá nomás. Hace rato quería venirme a la ciudad para buscar mejores oportunidades.

—Mirá vos.

—Imagino que seguís estudiando. Te ves muy chiquita —el joven le cedió el paso para subir las escaleras.

—Tengo dieciséis, ya camino a los diecisiete —mintió. Era una pendeja de trece.

—¿Posta? Te ves demasiado joven. Como de catorce, por ahí.

—Me lo dicen seguido —dibujó una sonrisa—. Por cierto, ¿tu nombre es...?

—Alex, de Alexander. ¿El tuyo?

—Melania. Todos me llaman Mel o Meli.

—Un gusto, Mel. ¿De qué departamento sos?

—El doce, segundo piso, al lado derecho del ascensor. ¿Vos?

—Del veintitrés, en el tercero —se acomodó el pelo para que, al secarse, no se viera despeinado—. Qué bueno que nos cruzamos, porque posta no conozco a nadie. Únicamente a una viejita que me regaló galletas y facturas el día que llegué, y que siempre anda con un perro hinchapelotas.

—¡Ah! La Rosalía. Sí, es un amor, pero después de un rato se pone pesada.

—Sí, re. Bueno, debo irme ahora. ¡Hasta pronto, vecina! —él se marchó con prisa.

—Adiós —Mel lo saludó de lejos con la mano, mostrando cierta decepción por lo rápido que se había ido.

—¿Viste qué frío se está poniendo?

—Sí… no me lo banco más.

Luego, la charla derivó en la escuela.

—La vieja de mierda de Geografía no me quiso subir la nota, y estaba todo bien.

—Me pasó cuando iba a la secundaria...

Y ahí lo supo: veintinueve.

Mel sintió una punzada en el pecho. No supo si era sorpresa o emoción.

—Eu, igual no te sientas intimidada. Yo te percibo como muy madura para tu edad —le dijo, guiñándole un ojo.

—¿Vos creés?

—Sí, posta. Das charlas interesantes, sos graciosa… no como las otras chicas. No sé, hablo con las de mi edad y me aburro. Solo piensan en maquillaje y chismes.

Meli creyó que era un halago. Se ruborizó y jugueteó con su pelo para disimular el nerviosismo. Aquel chico de pecas dispersas y sonrisa cómplice le gustaba. Quería saber más sobre su vida, pero tuvo que cortar la conversación: ya era su turno en la caja.

El tercer encuentro fue en el patio del complejo departamental.

Alex tomaba mate bajo la sombra del naranjo, el mismo árbol donde Melania solía columpiarse de niña y del que robaba naranjas cuando llegaba la cosecha. Estaba sentado en un banco de madera de pino, algo deteriorado por las lluvias del verano. Le daba trozos de galleta a un perro y escribía algo en una agenda.

—¡Mel! —el hombre levantó la vista y la llamó apenas la vio, ocultándose tras una columna.

Meli salió de su escondite con la misma sutileza con la que una hoja se desprende del árbol. Se acercó con pasos de aire.

—¡Hola! ¿Qué hacés?

—Llevo las cuentas de mi taller. Tengo que comprar un montón de repuestos para la semana que viene, y ya agendé un par de arreglos para unos señores del otro barrio.

—¿Repuestos de qué?

—Frenos. A varias personas se les rompieron. Qué casualidad, ¿viste?

—Uy, qué justo. Mi familia le cambió los frenos al auto hace unos días.

—Están por las nubes los precios.

—La verdad, nos costó un poco caro.

—Para la próxima, decile a tu papá que le hago descuento… por la hija tan linda que tiene —murmuró, al tiempo que le acariciaba el pelo con suavidad.

—Lo tendré en cuenta —respondió ella, lejos de sentirse incómoda. Pensó que el halago tenía buenas intenciones.

—Disculpá, no te ofrecí mate. ¿Te cebo uno? —preguntó mientras vertía el agua caliente en el recipiente.

—Dale. No soy de tomar, pero te lo acepto —Melania se sentó en un tronco, justo frente a él.

Sintió sus ojos clavados en sus shorts, unos jeans recortados con flores bordadas por su abuela, que ya le quedaban chicos. Se los acomodó con un movimiento disimulado. Alex desvió la vista al cuaderno.

—Si nos vemos seguido, vas a tener que acostumbrarte. Soy muy fan, y lo tomo amargo.

—Mi abuela siempre lo toma dulce.

—Nah, el verdadero mate se toma amargo —le pasó el mate con cuidado—. Cuidado, que está muy caliente.

Pasaron la tarde conversando, conociéndose más entre mates y risas suaves. Él cada tanto, la invitaba a su casa, pero Melania nunca estaba del todo segura. Sabía que si su familia la descubría en el departamento de un hombre, las preguntas no tardarían en caer. Todavía cuidaba que nadie la viera a su lado; por eso se encontraban cuando todos en su casa estaban en el trabajo o en la escuela.

A quien sí le confiaba todo era a su diario. Páginas enteras llenas de su nombre escrito con tinta roja y brillos. Por las noches, salía al balcón para cruzar señas con él, unas sonrisas fugaces. Se veían en la penumbra de las escaleras o bajo el naranjo del patio, cuando el sol estaba alto. Mel se derretía cada vez que él le regalaba un ramo de azucenas acompañado de una carta escrita a mano.

Un día cualquiera, intercambiaron números de teléfono. Ahora podían hablar más seguido, aunque fuera a la distancia. Mel silenciaba las notificaciones cuando almorzaba con su familia, pero en el fondo no podía despegarse del celular. Solo lo dejaba de lado cuando estudiaba… y a veces, ni siquiera.

—¿Con quién hablás tanto? —preguntó su madre, refregando la ropa con bronca sobre la tabla. La veía contestar con demasiada frecuencia, y eso le daba mala espina.

—Con Luisana. Se acerca el cumpleaños de Sol y estamos organizando el regalo —respondió Mel, sin levantar la vista del celular.

Pero su madre no se tragó la respuesta tan fácil. Alzó la mirada, con los labios fruncidos y una ceja levemente arqueada. Extendió la mano, firme, con la palma hacia arriba.

—Mostrame el teléfono.

Sobrevivir a padres estrictos te vuelve buena mintiendo. Con la rapidez de quien ya ensayó esa escena mil veces en la cabeza, Melania abrió el chat grupal del colegio y archivó el de Alexander sin temblar. Su madre, que nunca terminó de entender cómo funcionaba un celular, hojeó un par de mensajes con el ceño fruncido y, tras unos segundos de silencio incómodo, se lo devolvió.

—¿Van a ir esta tarde, entonces?

—Sí. Vuelvo tipo seis o siete, ¿te parece muy tarde?

—A las cinco te quiero acá. Sos una nena, no tenés por qué andar en la calle a esa hora. Tu trabajo es estudiar… y cocinarles a tus hermanos.

Melania rezongó apenas, lo justo para no levantar sospechas. Dentro de todo, su madre le había dado más cuerda de la que esperaba. Con resignación disfrazada de obediencia, le estampó un beso seco en la mejilla y se fue a su cuarto a cambiarse.

No quería levantar sospechas, así que eligió el vestido a lunares que le llegaba justo debajo de las rodillas, el saquito tejido por su abuela —tres talles más grande—, unas zapatillas que había olvidado lavar y se despejó el pelo con una vincha deportiva. Sus amigas decían que se afeaba a propósito, que al menos debería maquillarse o hacerse unas ondas. Pero con imaginar la reacción de sus padres si la veían demasiado producida, un escalofrío le recorrió la espalda.

Justo antes de salir, el celular vibró. Era él.


Alex:
Hola, hermosa. ¿Cómo va tu domingo?

Melania:
¡Mejor imposible! Mi mamá me dejó salir con las chicas a comprar un regalo. Tengo que volver temprano, pero ya con que me haya dado permiso me parece un montón. ¿Vos cómo andás?

Alex:
Justo estaba pensando en vos…
¿Vas a salir? Qué lástima. Te iba a invitar a merendar a casa. Compré facturas de más y no tengo con quién compartirlas.

Melania:
Uh, perdón. Ya quedé con mis besties.

Alex:
Lo entiendo.
Pensé que me amabas.


A Melania se le erizó la piel.


Melania:
Sí te amo. Es que me van a matar si cancelo a último momento. Y además, mi religión no me permite juntarme con hombres que no sean de mi familia. Si mis padres se enteraran, ¡no sabés de lo que son capaces!

Alex:
Perfecto. Lo entendí. No me amás.
Porque si realmente lo hicieras, harías un esfuerzo por venir a verme.
Yo te quiero mucho, pero también tengo necesidades, ¿viste? Para vos debe ser re lindo que te dé y haga un montón de cosas, pero yo también quiero que aportes en esta relación.
Tal vez lo mejor sea dejar lo nuestro hasta acá.

 

Mel sintió el estómago apretarse. Sus manos comenzaron a sudar.

 

Melania:
No digas eso…

Alex:
Sólo estoy diciendo la verdad. No sé, yo haría cualquier cosa por vos. Pero parece que vos no por mí
Pero tranqui, ¿eh? No te quiero hacer sentir mal. Seguro otro día nos vemos. O no. No sé…

 

Melania sintió la culpa trepándole por la garganta. Sabía que no podía ir, que tenía que estar con sus amigas. Pero también, no soportaría la idea de perderlo.

 

Melania:
No me digas esas cosas, sabés que me duelen…

Alex:
¿Entonces qué hacemos?

 

Debía mantenerse firme en su decisión, no podía ceder. Pero la voz de Alex resonaba en su cabeza, una y otra vez:

"Pensé que me amabas."

No podía perderlo. No soportaba la idea de que él la viera como una novia egoísta. Tragó saliva y, con el estómago revuelto, abrió el chat con sus amigas.

 

Melania:
Chicas, perdón. No puedo ir. Mi vieja me pidió que me quede ayudando en casa.

 

Alex le respondió casi al instante.

 

Alex:
Te espero

 

Apagó el celular antes de leer más respuestas.

Para distraerse, intentó imaginar su casa. La veía minimalista, con pisos y paredes blancas relucientes, fotos de su infancia enmarcadas, un perrito acurrucado en su cucha junto a la estufa… y herramientas de taller desperdigadas en los rincones menos esperados. Esa imagen la tranquilizó.

Lo ideal sería salir ahora, mientras aún tenía coraje. Se despidió de su mamá con un beso en la mejilla, gritó un “¡Chau!” a sus hermanos que jugaban en el fondo, y salió.

El trayecto fue corto. Sus piernas pesaban como nunca. Con cada paso, el remordimiento crecía. Al llegar a la puerta del doce, golpeó suavemente con los nudillos. Un golpe errático, casi tembloroso. No quería toparse con viejas chismosas ni con miradas acusatorias. Por suerte, todos dormían la siesta.

Alex abrió con una sonrisa.

—Mi amor…

Se inclinó para abrazarla, pero Melania se corrió.

—Pará. Dejame pasar rápido, así no nos ve nadie —dijo en voz baja, cerrando la puerta con apuro.

Adentro la esperaba un ambiente cálido y estéticamente agradable. Sofás impecables, una mesita de cristal con velas aromáticas, fotografías de los años 2000 —seguramente de su infancia— y un Smart TV encendido, con Netflix de fondo.

Alexander se sentó en el sillón y le hizo un gesto para que se acercara.

—¿Querés algo? —preguntó con una suavidad incómoda—. Preparé chocolatada.

Melania no respondió de inmediato. Se quedó mirándolo. Algo en el pecho seguía pesándole.

—¿Todo bien, Mel? —curvó la boca con un afecto que no terminaba de confiar.

Ella forzó una sonrisa y se sentó a su lado.

—Sí… todo bien.

Pero no lo estaba.

El perrito de Alex, un caniche toy de rulos beige, salió disparado del sillón, gruñendo con un tono agudo y nervioso.

—No muerde, tranqui —dijo Alex con una risa suave, agachándose para acariciar al animal—. Se va a esconder porque sos una cara nueva.

Y así fue. El perrito la olfateó con desconfianza un segundo más antes de desaparecer bajo el sofá.

Él se acercó y le quitó el saco con naturalidad. Colgó la prenda en un perchero de madera, cerca de la entrada.

—¿Mate, café o té? —preguntó, mientras ya se encaminaba hacia la cocina.

Melania dudó. No quería sentirse más acelerada de lo que ya estaba.

—Té negro —respondió al fin.

Se quedó de pie en el living, observando el espacio con más detalle. Todo estaba tan ordenado con una precisión antinatural que parecía una escenografía. Los sofás no tenían ni un pelo de perro, la mesita de cristal relucía sin una sola mancha, y las fotografías enmarcadas en la pared estaban alineadas con una precisión casi matemática.

Pero lo que más le llamó la atención fue una estantería desbordada de libros. Se acercó y deslizó los dedos por los lomos, leyendo los títulos al pasar. Se detuvo en uno en particular.

—¿Son todos tuyos? —preguntó, mientras sacaba El resplandor de su lugar.

Desde la cocina, Alex respondió con voz relajada:

—La mayoría. Los manuales de geografía son de mi abuelo.

El silbido del agua hirviendo la sacó de su trance.

Alex preparó su té con movimientos pausados, ceremoniales, como un ritual aprendido de memoria. Luego, con la misma meticulosidad, armó la mesa: colocó manteles individuales con cuadros en tonos tierra, servilletas de tela bordadas con pequeñas flores, un azucarero de porcelana a juego con la taza y el platito. Como toque final, un jarrón con azucenas frescas en el centro.

Melania sintió un escalofrío. Todo en esa casa era perfecto.

Se sentó frente a la taza de té humeante, pero no se atrevió a tocarla.

Alex sonrió. Con una dulzura que le erizó la piel, preguntó:

—¿No vas a probarlo? Lo hice con mucho amor.

Melania tragó saliva y levantó la taza. Le temblaban los dedos.

―Eu, me re gusta este juego de té. ¿Dónde lo compraste?

―¡Tiene más años! Era de cuando mis abuelos se casaron, imaginate ―dijo Alex, untando las tostadas con una precisión mecánica.

―Cuando sea grande y me independice, quiero uno también.

―No te falta tanto. Fijate en las ferias de segunda mano, hay unas al final del barrio. Yo compro de todo ahí. La mayoría de mi ropa es de otras personas.

―Uff, mi mamá no me deja comprar cosas usadas. Dice que cargan la energía de otros y que no deberíamos absorberla ―Mel revolvía las tres cucharadas de azúcar en su té, sintiendo cómo el líquido se espesaba levemente.

Alex bufó con desprecio.

―Qué estupidez, sinceramente. ¿Cómo sabés si lo que tenés no lo usó alguien más ya?

Melania se encogió de hombros.

―Ni idea. Pocas veces me pregunto si tiene sentido todo lo que dicen mi mamá… y mi familia en general.

Alex sonrió con la superioridad de quien se cree dueño de una verdad absoluta.

―De onda, tu familia es rarísima. Bah, siento que se pierden de muchas cosas por estar tan metidos en esa religión.

Hizo una pausa para tomar un sorbo de mate y, con una dulzura que se sentía casi ensayada, deslizó la mano sobre su hombro.

Melania lo apartó con un bufido, pero Alex apenas reaccionó. Se limitó a acomodarse mejor en la silla, como si nada, y se lanzó en una disertación sobre lo absurdo de las creencias religiosas: que el infierno no existe, que la pureza es un invento para controlar a la gente, que la vida está para disfrutar, y que privarse… es cosa de idiotas.

—Uno tiene que hacer lo que le da ganas en el momento, sin miedo —insistió, con los ojos fijos en ella, escaneándola.

Melania se limitaba a asentir ocasionalmente, los ojos fijos en su taza.

—Sí, sí… ajá… puede ser… mirá vos…

Cada tanto, Melania revisaba los mensajes de sus amigas, que enviaban fotos de cafés espumosos y artesanías en la plaza.

La observó hacerlo y dejó el mate sobre la mesa con un golpe sordo.

―Se nota que te aburrís conmigo ―dijo, sin levantar la voz, pero con una frialdad que la heló.

Melania levantó la vista, despacio.

—¿Qué?

—Nada. Si preferís estar con tus amigas, decímelo de una. No me gusta perder el tiempo con alguien que está pensando en otra cosa.

El aire en la habitación se volvió más espeso. Melania sintió un peso en el pecho, una culpa que no entendía por qué estaba cargando.

Alex suspiró, con una sonrisa ladeada, casi triste.

—Olvidalo. No es que te importara.

Ella abrió la boca para decir algo, pero no encontró palabras. Su estómago se hizo un nudo. Él tenía razón. O al menos, eso creía.

 

Lo que pasó después se rompió en su memoria, como imágenes detrás de un vidrio empañado.

A veces, cuando está sola con un hombre —aunque sea un familiar—, el pecho se le cierra y la respiración se le descontrola. Si el aire es demasiado denso, si la habitación es demasiado pequeña, si una cortina está corrida de cierta manera. Su mente bloqueó la mayor parte, pero su cuerpo no olvida.

Por eso revisa siempre que las puertas de su cuarto y del baño se puedan abrir de un tirón. Porque aprendió que gritar no sirve. Que llorar no sirve. Que hay momentos en los que lo único que importa es que haya una salida.

Fue a confesarse a la iglesia, en un intento desesperado por encontrar alivio. Se arrodilló con las manos temblando, la garganta cerrada, el corazón arañando desde adentro. Pero cuando llegó el momento de hablar, la culpa le quemó la lengua.

Sabía lo que su Dios esperaba de ella. Si cumplía sus obligaciones, si mantenía su fe, Él la cuidaría.

Pero no lo había hecho.

Porque el error fue suyo, ¿no?

Porque fue ella quien lo propició, ¿no?

Porque fue ella quien desobedeció.

No podía presentarse ante su Dios con ese pecado encima.

Intentó buscar refugio en su madre. Se sentó frente a ella, con el cuerpo encorvado y las manos entrelazadas, buscando la manera de explicarlo. Pero cuando la miró a los ojos, las palabras se ahogaron en la garganta.

Así que se lo contó a una amiga. Y su amiga lo convirtió en un chisme. En cuestión de días, se enteraron todas en la escuela. La señalaban en los pasillos y se reían a sus espaldas. “Zorra.” “Puta.” “Trola.” Le arrojaban esos insultos como piedras. Hasta que dejaron de ser solo palabras, y se convirtieron en algo más: una sentencia.

Después, se enteró su familia. Y si en la escuela eran palabras, en su casa fueron golpes. La arrastraron hasta su cuarto. La encerraron entre cuatro paredes que se volvieron su cárcel. Le quitaron todo. No volvió a salir a la calle.

Sus hermanos dejaron de hacer sus tareas. Se las encajaron a ella, como un castigo divino. Sus abuelos, en shock, dejaron de visitarlos. Las pocas amigas que le quedaban desaparecieron. No tenía a nadie. No tenía nada.

―Es la única forma de que Dios te perdone, hija.

Melania dudó. Dudó porque el perdón no llegaría. Porque a ella no la iban a perdonar nunca.

Alex, en cambio, sí. Él, que no creía en Dios. Él, que no se confesó. Que no lloró. Que no sintió culpa. Él, que hizo las valijas, se mudó de provincia y siguió con su vida como si nada.

Como si ella nunca hubiera existido.




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