viernes, 4 de abril de 2025

⋆˚࿔ Estimado abusador 𝜗𝜚˚⋆

¿Te acordás de mí? Te escribo desde Mendoza, con las manos temblando y las lágrimas en los ojos, porque no te puedo olvidar. Por más que el tiempo se haya empeñado en pasar, por más que yo haya intentado convencerme de que fue un error pensarte tanto… seguís acá, clavado en mi pecho como una espina vieja.

¿La vida te trata bien? ¿Terminaste esa carrera de programación que mencionaste con tanta ilusión aquella primera vez? Ojalá que sí. Ojalá lo hayas logrado. Porque, aunque ya no estés, aunque ni siquiera respondas, todavía hay una parte de mí que se alegra por vos… y otra que no deja de llorar por lo que no fue.

Por mi parte… estoy sobreviviendo, creo. Mejor que antes, al menos. Hace unas semanas dejé el antidepresivo que me habían recetado y no lo volví a tocar. No lo extraño. Tampoco sus efectos, que me dejaban tumbada en la cama.

Lo que sí extraño —y no sabés cuánto— es esa imagen idealizada que tenía de vos. Esa fantasía que yo misma inventé, y que también me tocó romper con mis propias manos, pedazo a pedazo, como quien destruye un altar donde ya no queda dios al que venerar.

Hoy me enteré de que vas a ser padre de una nena. Desde esta ciudad empapada en vino, en otoño abandónico y en memorias que no terminan de morirse, te mando mis más profundas felicitaciones. A vos y a tu esposa. No lo digo con veneno. Te juro que no. Lo digo con la madurez amarga de quien ya lloró lo suficiente.

Una hija… tu princesita. Qué enorme responsabilidad, ¿no? Pero debe ser todo un orgullo pintarle las uñitas, cantar pop romántico hasta el atardecer y ponerle moñitos en las trenzas.

Espero, de verdad, que estés a la altura. Que estés cuidando a tu mujer como se merece. Que le sostengas la mano cuando el miedo la invada. Que la abraces en sus cambios de humor sin hacerla sentir menos. Que le hables con ternura, incluso cuando esté insoportable. El embarazo no es solo físico. Es emocional, mental, espiritual. Es un salto al vacío con los ojos cerrados, confiando en que el otro no se corre justo cuando te tirás. No sé si caés en la cuenta de que está arriesgando su vida para traer otra.

Anhelo, de todo corazón, que ella te diga lo que piensa sin tener que disfrazar sus palabras.

Que no le tema a tu reacción. Que no se calle lo que duele por miedo a que la dejes. Que no tenga que aguantar gritos, ni decir “sí” a todas tus peticiones solo para hacerte feliz y recibir una migaja de amor. Que se defienda si le das un golpe, o que te devuelva el doble de insultos y desprecios. Y, sobre todo, deseo que no te aproveches de su vulnerabilidad.

Que no la confundas, que no la manipules, que no uses su amor como excusa para hacer lo que se te da la gana. Que no tenga que arrastrarse para sentir tu presencia, ni moldearse a una fantasía.

Como hiciste conmigo.

Porque yo te creí. Pensé que eras distinto. O que, al menos, ibas a cambiar. Que me hablabas desde un lugar sano, desde un refugio. Que me veías hermosa. Que querías cuidarme. Y, al final, no eras más que un reflejo bien maquillado de todo lo que juraste no ser.

Pero no te odio. Ya no. El odio cansa. Y mata.

Lo que siento ahora es otra cosa… una mezcla rara de compasión y distancia. No sé bien cómo explicarlo.

Solo espero que a ella no le pase lo mismo.

Que no termine escribiéndote una carta como esta, preguntándose en qué momento el amor se volvió trampa. Que no tenga que recurrir a la muerte y al sufrimiento para dejar de pensar.

Todavía me acuerdo de esa parte de mí que quería ser madre con vos. No era un capricho. No era una fantasía rosa. Era un deseo profundo, visceral: formar una familia a tu lado. Y vos, tan convencido, tan encantador, tan seguro...

Decías que si nuestra hija nacía con autismo no importaba, que le pagarías todas las terapias necesarias, que te ibas a pelear con médicos y directivos para que tuviera su lugar. Que no había problema. Que ibas a estar ahí. Que eso no te asustaba. Que para vos lo más importante era la familia que ibas a construir conmigo. Que te gustaban los nombres Silvina… o Adelaida. Que ya estabas ahorrando —eso decías— solo por y para tu familia.

Y yo te creía.

Me aferraba a esa imagen como quien abraza una esperanza con los ojos cerrados. Hasta que entendí que no era un sueño. Era una trampa.

Porque no solo mi vida corría peligro si me quedaba. También la de esa hija que jamás llegó, pero que, por un tiempo, vivió en mi mente. La tuve en mis brazos como si ya existiera.

Tuve que dejar atrás todo eso. De cierto modo, asesinarla. Matar la idea. Matar esa parte de mí que quería darte lo mejor, y que terminó dándose cuenta de que lo mejor era huir.

Me habría encantado tener el honor de ser la madrina de tu hijita. O al menos esa tía argentina que aparece cada tanto con la valija llena de regalos y dulces, que le enseña a tomar mate aunque le paralice el sabor amargo, que le canta Los Auténticos Decadentes cuando se larga a llorar, que la hace reír con historias ridículas de este lado del mundo. La que organiza fines de semana en la montaña, prepara un asado con gusto a cenizas y, como toda vieja chota, se queja de la economía mientras baila Gilda y Los Palmeras con un vaso de vino en la mano, grita “¡epa! ¡que rompimos para que todo esté caro!” y termina llorando con Karina.

Ya que no pude con vos, pensé —alguna vez— que tal vez podría con ella.

Pero no. No va a pasar.

Sé que no querés saber nada más de mí, y te entiendo. No te culpo. Aun así, incluso si pudiera aparecer en esa nueva vida que armaste, no lo haría. No por orgullo; por respeto. Porque tu mujer y tu hija merecen escribir su propia historia, sacar sus propias conclusiones. Yo no soy ni un hada salvadora, ni una rompefamilias de telenovela. Soy apenas una mujer que está recogiendo los pedazos de su corazón con la dignidad que le queda, y que, poco a poco, vuelve a ponerse de pie.

Por eso escribo esta carta. Una que nunca vas a leer pero que yo necesitaba escribir.

Espero, de corazón, que su vida de casados sea tranquila. Que el amor sea real. Que se digan la verdad sin miedo. Que no haya castigos silenciosos, ni emociones usadas, ni sexo doloroso como moneda de cambio. Que espanten los rencores antes de que se vuelvan costumbre. Que el orgullo no gane las discusiones y se les baje al toque. Que puedan resolver los conflictos sin dañarse. Y, sobre todo, que sepan prevenirlos antes de que existan.

Todo lo contrario a lo que fue lo nuestro.

Porque lo nuestro fueron espinas que yo cruzaba descalza. Vos te ibas un lunes sin explicación, y yo me quedaba mirando el celular como una idiota, esperando una señal. Volvías un viernes, actuando como si nada, con esa frialdad que me dejaba helada. Me ignorabas hasta que me desesperaba, y recién cuando yo estaba al borde, aparecías. Siempre con esa dulzura tibia que, más que calmar, confundía.

Me hacías dudar de mi propia percepción. Me arrastrabas al fondo con tus silencios, tus cambios de humor, tus idas y vueltas… Y justo cuando estaba rota, me levantabas con gestos vacíos que yo, en mi amor ciego, tomaba como redención.

El ciclo perfecto: me rompías y me rescatabas. Me callabas, y luego me pedías que hablara. Me empujabas, y después jurabas que me amabas. Y yo me aferraba. Siempre bajo tu brazo.

Todavía me despierto algunas noches con esa presión en el pecho, como si estuviera por llegar uno de esos mensajes que lo cambiaban todo. Pero no llega nada. Y está bien.

Porque ya no soy esa mujer. Soy una completamente distinta. Una que escribe esto no para que lo leas, sino para soltar. Para entender, de una vez por todas, que lo que viví no fue amor. Fue dependencia, miedo, dolor disfrazado de cariño.

Y por eso te deseo paz. No porque la merezcas. Sino porque yo la merezco más.

Son miles las preguntas que todavía no puedo responder. Algunas las grito en la almohada. Otras simplemente me atraviesan sin aviso. Pero hay una que me persigue más que todas: desde aquella vez en que dijiste, sin una pizca de culpa, que “lo hiciste porque viste la oportunidad”.

¿Oportunidad? ¿Eso era yo para vos?

¿Una cosa? ¿Un cuerpo disponible? ¿Un rato? ¿Un objeto al que podías usar y después tirar como si nada?

Una hora para vos. Una eternidad para mí.

Una sesión para vos. Un antes y un después para mí.

Nunca entendiste el impacto que tuvo en mí. O peor: sí lo entendiste y no te importó.

¿No fue suficiente saber que yo también era hija de alguien? Que tenía una madre. Un padre. Hermanos. Amigos. Gente que me ama. ¿No pensaste que podía pasarle a tu mamá, a tu hermana, a tu esposa ahora, a tu hija mañana? ¿O simplemente no podías verme como una persona igual que vos?

Porque eso era lo que necesitaba: que me vieras. Y sin embargo, me convertiste en nada. En una sombra útil para tu ego.

Si no me amabas, ¿por qué no me soltaste? ¿Por qué no tuviste la mínima humanidad de alejarte antes de romperme? ¿Era tan necesario arrebatarme la felicidad para sentirte más grande? ¿Más fuerte? ¿Más hombre? ¿Ese era tu combustible? ¿Intercambiar mi serenidad por una versión distorsionada de mí? ¿Moldearme en una trastornada para poder señalarme desde lejos y decir: “mirá lo mal que está, yo ya no tengo nada que ver”?

¿Te llenaba ver cómo me caía a pedazos mientras vos seguías triunfando, mejorando, rehaciendo tu vida como si nada? Porque si eso era lo que buscabas… lo lograste.

Pero también lograste algo más: que me reconstruya. No como antes. No como vos querías. Sino como una mujer que ahora se mira al espejo y se promete no volver nunca más a ese infierno.

No te molestes en venir a solucionar nada ahora ni te gastes en pedir perdón. Porque incluso si te arrepintieras, si te arrodillaras frente a mí, gritando disculpas con los ojos sangrando… ya está. El daño está hecho.

Ya me vi al borde de la tumba. Ya toqué fondo. Ya sentí que me moría en vida. Y también supe cómo volver.

Porque aunque no querías que lo lograra… lo hice. Eso era lo que necesitaba decirte. Como mujer, como víctima, como sobreviviente, logré levantarme.

Y ahora, desde ese lugar, deseo con el alma que esa niña tenga todo lo que yo no tuve. Que tenga el calor, la protección y la presencia de un padre que le enseñe a diferenciar entre amor y manipulación. Que nunca sienta que debe dar su cuerpo a cambio de cariño. Que su tranquilidad no se convierta en moneda de cambio. No estoy hablando solo de lo que hiciste vos. Estoy hablando de todos los hombres que, en algún momento, van a entrar en su vida.

Porque incluso cuando un hombre te lleva a tu restaurante favorito, te compra un vestido de diseñador, te promete la luna… eso no le da derecho a todo. Incluso dentro de una relación formal, los límites existen.

Y eso, espero que ahora lo entiendas.

Aunque conmigo no los supiste ver y te diste el permiso de destrozarme.

¿Te da miedo que alguien le ponga un dedo encima a tu hija? Tranquilo. A veces, hay hombres buenos. Como lo es mi esposo ahora. Pero si algún “novio” llega a lastimarla, a someterla, a romperle el alma como me la rompiste a mí… voy a desear con todo mi ser que ella sea la última. Y voy a rezar, aunque sepa que esa justicia rara vez llega. Porque lo más probable es que ese hombre tenga hijas después, y no se dé cuenta de lo que hizo hasta que ya sea tarde. O peor: que críe varones que repitan el ciclo.

Te confieso algo: esta carta fue un desliz. Debería estar concentrada en mi carrera, en mi familia, en seguir construyendo esa vida que tanto me costó levantar. Pero escribí esto. Y lo firmo con el corazón en la mano. Tómalo como quieras —como un ataque o como una bendición torcida—, pero deseo que el prometido de tu hija sea exactamente igual a vos.




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Popular Posts