Melania sueña con volver al pasado.
Extraña el resplandor de su piel: intacta, inmaculada frente a las otras señoritas, sin la sombra del acné. Sus ojos, antes bañados en ternura e inocencia, ahora se marchitan lentamente al contemplar la crudeza del mundo, su miseria cínica y despiadada. Solía pintarse los labios con gloss de frutilla para que se vieran jugosos. Ahora los deja secarse y resquebrajarse, víctimas de sus hiperventilaciones y su ansiedad.
Detesta su cuerpo, que deja atrás la
delicadeza de la infancia, para esculpir la silueta de una mujer. Siente que
Dios la ha condenado, y se nombra a sí misma “pecadora andante”. Sus padres la
obligan a encajar en la jaula dorada de un hogar donde esperan de ella las
tareas de una “puta” ama de casa. En la escuela, las burlas y el desprecio la
acorralaron hasta que decidió desaparecer
¿Quién destruyó su vida? Ella misma,
murmura con certeza.
Todavía guarda vívidos los recuerdos de su
infancia. Disfrutaba saltar a la soga en los recreos, adornaba sus lisos de oro
con moñitos y vestía siempre en fucsias, rosa viejo y rosa bebé. La falda le
rozaba las rodillas, y el primer botón de la camisa, abrochado. “No tenés edad
para andar mostrando… bueno, nunca deberías hacerlo. La modestia nos vuelve más
bellas”, repetían sus tías ortodoxas.
Los domingos de misa siguen vivos en su
memoria: el velo de seda blanco que le regaló su abuela, la ropa con aires
cuarentosos, los colores apagados, las balerinas bien lustradas. La familia
reunida a las nueve de la mañana —o antes— para recibir al Señor. Ella fingía
prestar atención, soportaba la solemnidad del rito, porque después, en la casa
de los abuelos, la esperaba su pequeño paraíso: muñecas de porcelana, columpios
que la mareaban, y conejos blancos que correteaban en el jardín. Adorable,
pura, entregada a la fe, resguardada por y para su familia.
Añora la escuela, una institución religiosa
donde solo asistían niñas bien portadas, protegidas de los hombres. El
edificio, antiguo y solemne, parecía más un internado del siglo pasado,
impecable: una Biblia, una cruz y reglas inflexibles. De vez en cuando, alguna
osaba rebelarse, pintándose las uñas de rojo o cortando unos centímetros de la
falda. Las más atrevidas llegaban a tener affaires con compañeras o con chicos
de otras escuelas. Inevitablemente, las amonestaban, sus padres las reprendían,
sus amigas las rechazaban. Y, por supuesto, Dios las condenaba.
Las tardes transcurrían entre hilos y
agujas, costuras y bordados. Horneaba galletas de vainilla con formas
caprichosas y rellenos de chocolate. Escribía sus deseos en un diario que aún
conserva, y que la sigue acompañando en esta adolescencia corrompida.
El romance era un misterio; los libros
cursis cedían su lugar a fábulas bíblicas, y cada película que su familia
conseguía era revisada minuciosamente: si contenía un ápice de amor, la
descartaban. Su único contacto con varones se limitaba a su padre, su abuelo,
sus hermanos y, en ocasiones, sus primos. A veces se cruzaba con vecinos de
otros departamentos, o un chico lindo se sentaba a su lado en el parque. Pero
siempre sin contacto. Sin nada.
Hasta que, una tarde, conoció el pecado.
Aquella mañana, mientras colgaba la ropa en
el tendedero del balcón, lo vio.
Estaba inclinado sobre el capó de su auto,
con las manos manchadas de grasa y el ceño fruncido. Sus ojos almendrados
destellaban bajo la luz del sol; su piel tersa evocaba la delicadeza de la
época victoriana, y su cabello, oscuro como la noche, tenía mechones desteñidos
que parecían estrellas desperdigadas en el firmamento.
La cautivó.
Durante unos segundos, olvidó lo que estaba
haciendo hasta que la voz de su madre la arrancó de su ensueño: “¡Apurate, que
tenés que barrer!”
Hasta el día de hoy, le cuesta olvidar
aquella sonrisa ladeada… y el guiño que le dedicó.
Los días siguientes, se lo cruzaba en las
escaleras o lo veía tomar mate bajo la sombra de un naranjo. Algunas tardes, él
salía a su balcón a regar su pequeña huerta, y Melania, escondida tras las
cortinas, lo espiaba, soñando con sus abrazos.
Su diario —aquel confidente de la infancia
que guardaba juegos y secretos— cambió. De pronto, se volvió un registro de cruces
fugaces, miradas robadas y fantasías virginales.
Y entonces, Dios la escuchó.
El tan ansiado encuentro ocurrió una tarde
de abril, fría y sombría, con la lluvia cayendo a cántaros. Meli había olvidado
las llaves de su casa y, sin ningún pariente cerca para auxiliarla, pensó en
llamar a algún vecino con la esperanza de que le abriera. Se refugió bajo el
angosto techo del edificio. Sacudió las suelas empapadas sobre una alfombrilla
sucia. Entonces, una voz grave y amistosa rompió el murmullo de la tormenta:
—¡Hola! ¿Venís a visitar a alguien?
Se giró con lentitud. Su corazón se
encogió. Tardó unos segundos en responder:
—De hecho, no. Vivo acá —murmuró con
torpeza.
—¿Y qué hacés bajo la lluvia? ¡Vení, que te
abro! —el chico buscó las llaves y abrió a toda velocidad, dejando que la niña
pasara primero.
—¿Vos… sos de acá también? —Mel intentó
sacarle conversación.
—Sí. Por eso te abrí.
—Ah, no te había visto antes —mintió,
dejando de hacer contacto visual.
—¡Ah! Es que me mudé hace unas pocas
semanas. En realidad crecí en un pueblito de acá nomás. Hace rato quería
venirme a la ciudad para buscar mejores oportunidades.
—Mirá vos.
—Imagino que seguís estudiando. Te ves muy
chiquita —el joven le cedió el paso para subir las escaleras.
—Tengo dieciséis, ya camino a los
diecisiete —mintió. Era una pendeja de trece.
—¿Posta? Te ves demasiado joven. Como de
catorce, por ahí.
—Me lo dicen seguido —dibujó una sonrisa—.
Por cierto, ¿tu nombre es...?
—Alex, de Alexander. ¿El tuyo?
—Melania. Todos me llaman Mel o Meli.
—Un gusto, Mel. ¿De qué departamento sos?
—El doce, segundo piso, al lado derecho del
ascensor. ¿Vos?
—Del veintitrés, en el tercero —se acomodó
el pelo para que, al secarse, no se viera despeinado—. Qué bueno que nos
cruzamos, porque posta no conozco a nadie. Únicamente a una viejita que me
regaló galletas y facturas el día que llegué, y que siempre anda con un perro
hinchapelotas.
—¡Ah! La Rosalía. Sí, es un amor, pero después
de un rato se pone pesada.
—Sí, re. Bueno, debo irme ahora. ¡Hasta
pronto, vecina! —él se marchó con prisa.
—Adiós —Mel lo saludó de lejos con la mano,
mostrando cierta decepción por lo rápido que se había ido.
—¿Viste qué frío se está poniendo?
—Sí… no me lo banco más.
Luego, la charla derivó en la escuela.
—La vieja de mierda de Geografía no me
quiso subir la nota, y estaba todo bien.
—Me pasó cuando iba a la secundaria...
Y ahí lo supo: veintinueve.
Mel sintió una punzada en el pecho. No supo
si era sorpresa o emoción.
—Eu, igual no te sientas intimidada. Yo te
percibo como muy madura para tu edad —le dijo, guiñándole un ojo.
—¿Vos creés?
—Sí, posta. Das charlas interesantes, sos
graciosa… no como las otras chicas. No sé, hablo con las de mi edad y me
aburro. Solo piensan en maquillaje y chismes.
Meli creyó que era un halago. Se ruborizó y
jugueteó con su pelo para disimular el nerviosismo. Aquel chico de pecas
dispersas y sonrisa cómplice le gustaba. Quería saber más sobre su vida, pero
tuvo que cortar la conversación: ya era su turno en la caja.
El tercer encuentro fue en el patio del
complejo departamental.
Alex tomaba mate bajo la sombra del
naranjo, el mismo árbol donde Melania solía columpiarse de niña y del que
robaba naranjas cuando llegaba la cosecha. Estaba sentado en un banco de madera
de pino, algo deteriorado por las lluvias del verano. Le daba trozos de galleta
a un perro y escribía algo en una agenda.
—¡Mel! —el hombre levantó la vista y la
llamó apenas la vio, ocultándose tras una columna.
Meli salió de su escondite con la misma
sutileza con la que una hoja se desprende del árbol. Se acercó con pasos de
aire.
—¡Hola! ¿Qué hacés?
—Llevo las cuentas de mi taller. Tengo que
comprar un montón de repuestos para la semana que viene, y ya agendé un par de
arreglos para unos señores del otro barrio.
—¿Repuestos de qué?
—Frenos. A varias personas se les
rompieron. Qué casualidad, ¿viste?
—Uy, qué justo. Mi familia le cambió los
frenos al auto hace unos días.
—Están por las nubes los precios.
—La verdad, nos costó un poco caro.
—Para la próxima, decile a tu papá que le
hago descuento… por la hija tan linda que tiene —murmuró, al tiempo que le
acariciaba el pelo con suavidad.
—Lo tendré en cuenta —respondió ella, lejos
de sentirse incómoda. Pensó que el halago tenía buenas intenciones.
—Disculpá, no te ofrecí mate. ¿Te cebo uno?
—preguntó mientras vertía el agua caliente en el recipiente.
—Dale. No soy de tomar, pero te lo acepto —Melania
se sentó en un tronco, justo frente a él.
Sintió sus ojos clavados en sus shorts,
unos jeans recortados con flores bordadas por su abuela, que ya le quedaban
chicos. Se los acomodó con un movimiento disimulado. Alex desvió la vista al
cuaderno.
—Si nos vemos seguido, vas a tener que
acostumbrarte. Soy muy fan, y lo tomo amargo.
—Mi abuela siempre lo toma dulce.
—Nah, el verdadero mate se toma amargo —le
pasó el mate con cuidado—. Cuidado, que está muy caliente.
Pasaron la tarde conversando, conociéndose
más entre mates y risas suaves. Él cada tanto, la invitaba a su casa, pero
Melania nunca estaba del todo segura. Sabía que si su familia la descubría en
el departamento de un hombre, las preguntas no tardarían en caer. Todavía
cuidaba que nadie la viera a su lado; por eso se encontraban cuando todos en su
casa estaban en el trabajo o en la escuela.
A quien sí le confiaba todo era a su
diario. Páginas enteras llenas de su nombre escrito con tinta roja y brillos.
Por las noches, salía al balcón para cruzar señas con él, unas sonrisas
fugaces. Se veían en la penumbra de las escaleras o bajo el naranjo del patio,
cuando el sol estaba alto. Mel se derretía cada vez que él le regalaba un ramo
de azucenas acompañado de una carta escrita a mano.
Un día cualquiera, intercambiaron números
de teléfono. Ahora podían hablar más seguido, aunque fuera a la distancia. Mel
silenciaba las notificaciones cuando almorzaba con su familia, pero en el fondo
no podía despegarse del celular. Solo lo dejaba de lado cuando estudiaba… y a
veces, ni siquiera.
—¿Con quién hablás tanto? —preguntó su
madre, refregando la ropa con bronca sobre la tabla. La veía contestar con
demasiada frecuencia, y eso le daba mala espina.
—Con Luisana. Se acerca el cumpleaños de
Sol y estamos organizando el regalo —respondió Mel, sin levantar la vista del
celular.
Pero su madre no se tragó la respuesta tan
fácil. Alzó la mirada, con los labios fruncidos y una ceja levemente arqueada.
Extendió la mano, firme, con la palma hacia arriba.
—Mostrame el teléfono.
Sobrevivir a padres estrictos te vuelve
buena mintiendo. Con la rapidez de quien ya ensayó esa escena mil veces en la
cabeza, Melania abrió el chat grupal del colegio y archivó el de Alexander sin
temblar. Su madre, que nunca terminó de entender cómo funcionaba un celular,
hojeó un par de mensajes con el ceño fruncido y, tras unos segundos de silencio
incómodo, se lo devolvió.
—¿Van a ir esta tarde, entonces?
—Sí. Vuelvo tipo seis o siete, ¿te parece
muy tarde?
—A las cinco te quiero acá. Sos una nena,
no tenés por qué andar en la calle a esa hora. Tu trabajo es estudiar… y
cocinarles a tus hermanos.
Melania rezongó apenas, lo justo para no
levantar sospechas. Dentro de todo, su madre le había dado más cuerda de la que
esperaba. Con resignación disfrazada de obediencia, le estampó un beso seco en
la mejilla y se fue a su cuarto a cambiarse.
No quería levantar sospechas, así que
eligió el vestido a lunares que le llegaba justo debajo de las rodillas, el
saquito tejido por su abuela —tres talles más grande—, unas zapatillas que
había olvidado lavar y se despejó el pelo con una vincha deportiva. Sus amigas
decían que se afeaba a propósito, que al menos debería maquillarse o hacerse
unas ondas. Pero con imaginar la reacción de sus padres si la veían demasiado
producida, un escalofrío le recorrió la espalda.
Justo antes de salir, el celular vibró. Era él.
Alex:
Hola, hermosa. ¿Cómo va tu domingo?
Alex:
Lo entiendo.
Pensé que me amabas.
A Melania se le
erizó la piel.
Alex:
Perfecto. Lo entendí. No me amás.
Porque si realmente lo hicieras, harías un esfuerzo por venir a verme.
Yo te quiero mucho, pero también tengo necesidades, ¿viste? Para vos debe ser
re lindo que te dé y haga un montón de cosas, pero yo también quiero que
aportes en esta relación.
Tal vez lo mejor sea dejar lo nuestro hasta acá.
Mel sintió el
estómago apretarse. Sus manos comenzaron a sudar.
Alex:
Sólo estoy diciendo la verdad. No sé, yo haría cualquier cosa por vos. Pero
parece que vos no por mí
Pero tranqui, ¿eh? No te quiero hacer sentir mal. Seguro otro día nos vemos. O
no. No sé…
Melania sintió
la culpa trepándole por la garganta. Sabía que no podía ir, que tenía que estar
con sus amigas. Pero también, no soportaría la idea de perderlo.
Alex:
¿Entonces qué hacemos?
Debía mantenerse
firme en su decisión, no podía ceder. Pero la voz de Alex resonaba en su
cabeza, una y otra vez:
"Pensé que
me amabas."
No podía
perderlo. No soportaba la idea de que él la viera como una novia egoísta. Tragó
saliva y, con el estómago revuelto, abrió el chat con sus amigas.
Alex le
respondió casi al instante.
Alex:
Te
espero ❤️
Apagó el celular
antes de leer más respuestas.
Para distraerse,
intentó imaginar su casa. La veía minimalista, con pisos y paredes blancas
relucientes, fotos de su infancia enmarcadas, un perrito acurrucado en su cucha
junto a la estufa… y herramientas de taller desperdigadas en los rincones menos
esperados. Esa imagen la tranquilizó.
Lo ideal sería
salir ahora, mientras aún tenía coraje. Se despidió de su mamá con un beso en
la mejilla, gritó un “¡Chau!” a sus hermanos que jugaban en el fondo, y salió.
El trayecto fue
corto. Sus piernas pesaban como nunca. Con cada paso, el remordimiento crecía. Al
llegar a la puerta del doce, golpeó suavemente con los nudillos. Un golpe
errático, casi tembloroso. No quería toparse con viejas chismosas ni con
miradas acusatorias. Por suerte, todos dormían la siesta.
Alex abrió con
una sonrisa.
—Mi amor…
Se inclinó para
abrazarla, pero Melania se corrió.
—Pará. Dejame
pasar rápido, así no nos ve nadie —dijo en voz baja, cerrando la puerta con
apuro.
Adentro la
esperaba un ambiente cálido y estéticamente agradable. Sofás impecables, una
mesita de cristal con velas aromáticas, fotografías de los años 2000
—seguramente de su infancia— y un Smart TV encendido, con Netflix de fondo.
Alexander se
sentó en el sillón y le hizo un gesto para que se acercara.
—¿Querés algo?
—preguntó con una suavidad incómoda—. Preparé chocolatada.
Melania no
respondió de inmediato. Se quedó mirándolo. Algo en el pecho seguía pesándole.
—¿Todo bien,
Mel? —curvó la boca con un afecto que no terminaba de confiar.
Ella forzó una
sonrisa y se sentó a su lado.
—Sí… todo bien.
Pero no lo
estaba.
El perrito de
Alex, un caniche toy de rulos beige, salió disparado del sillón, gruñendo con
un tono agudo y nervioso.
—No muerde,
tranqui —dijo Alex con una risa suave, agachándose para acariciar al animal—.
Se va a esconder porque sos una cara nueva.
Y así fue. El
perrito la olfateó con desconfianza un segundo más antes de desaparecer bajo el
sofá.
Él se acercó y
le quitó el saco con naturalidad. Colgó la prenda en un perchero de madera,
cerca de la entrada.
—¿Mate, café o
té? —preguntó, mientras ya se encaminaba hacia la cocina.
Melania dudó. No
quería sentirse más acelerada de lo que ya estaba.
—Té negro
—respondió al fin.
Se quedó de pie
en el living, observando el espacio con más detalle. Todo estaba tan ordenado
con una precisión antinatural que parecía una escenografía. Los sofás no tenían
ni un pelo de perro, la mesita de cristal relucía sin una sola mancha, y las
fotografías enmarcadas en la pared estaban alineadas con una precisión casi
matemática.
Pero lo que más
le llamó la atención fue una estantería desbordada de libros. Se acercó y
deslizó los dedos por los lomos, leyendo los títulos al pasar. Se detuvo en uno
en particular.
—¿Son todos
tuyos? —preguntó, mientras sacaba El resplandor de su lugar.
Desde la cocina,
Alex respondió con voz relajada:
—La mayoría. Los
manuales de geografía son de mi abuelo.
El silbido del
agua hirviendo la sacó de su trance.
Alex preparó su
té con movimientos pausados, ceremoniales, como un ritual aprendido de memoria.
Luego, con la misma meticulosidad, armó la mesa: colocó manteles individuales con
cuadros en tonos tierra, servilletas de tela bordadas con pequeñas flores, un
azucarero de porcelana a juego con la taza y el platito. Como toque final, un
jarrón con azucenas frescas en el centro.
Melania sintió
un escalofrío. Todo en esa casa era perfecto.
Se sentó frente
a la taza de té humeante, pero no se atrevió a tocarla.
Alex sonrió. Con
una dulzura que le erizó la piel, preguntó:
—¿No vas a
probarlo? Lo hice con mucho amor.
Melania tragó
saliva y levantó la taza. Le temblaban los dedos.
―Eu, me re gusta
este juego de té. ¿Dónde lo compraste?
―¡Tiene más
años! Era de cuando mis abuelos se casaron, imaginate ―dijo Alex, untando las
tostadas con una precisión mecánica.
―Cuando sea
grande y me independice, quiero uno también.
―No te falta
tanto. Fijate en las ferias de segunda mano, hay unas al final del barrio. Yo
compro de todo ahí. La mayoría de mi ropa es de otras personas.
―Uff, mi mamá no
me deja comprar cosas usadas. Dice que cargan la energía de otros y que no
deberíamos absorberla ―Mel revolvía las tres cucharadas de azúcar en su té,
sintiendo cómo el líquido se espesaba levemente.
Alex bufó con
desprecio.
―Qué estupidez,
sinceramente. ¿Cómo sabés si lo que tenés no lo usó alguien más ya?
Melania se
encogió de hombros.
―Ni idea. Pocas
veces me pregunto si tiene sentido todo lo que dicen mi mamá… y mi familia en
general.
Alex sonrió con
la superioridad de quien se cree dueño de una verdad absoluta.
―De onda, tu
familia es rarísima. Bah, siento que se pierden de muchas cosas por estar tan
metidos en esa religión.
Hizo una pausa
para tomar un sorbo de mate y, con una dulzura que se sentía casi ensayada,
deslizó la mano sobre su hombro.
Melania lo
apartó con un bufido, pero Alex apenas reaccionó. Se limitó a acomodarse mejor
en la silla, como si nada, y se lanzó en una disertación sobre lo absurdo de
las creencias religiosas: que el infierno no existe, que la pureza es un
invento para controlar a la gente, que la vida está para disfrutar, y que
privarse… es cosa de idiotas.
—Uno tiene que
hacer lo que le da ganas en el momento, sin miedo —insistió, con los ojos fijos
en ella, escaneándola.
Melania se
limitaba a asentir ocasionalmente, los ojos fijos en su taza.
—Sí, sí… ajá…
puede ser… mirá vos…
Cada tanto,
Melania revisaba los mensajes de sus amigas, que enviaban fotos de cafés
espumosos y artesanías en la plaza.
La observó
hacerlo y dejó el mate sobre la mesa con un golpe sordo.
―Se nota que te
aburrís conmigo ―dijo, sin levantar la voz, pero con una frialdad que la heló.
Melania levantó
la vista, despacio.
—¿Qué?
—Nada. Si
preferís estar con tus amigas, decímelo de una. No me gusta perder el tiempo
con alguien que está pensando en otra cosa.
El aire en la
habitación se volvió más espeso. Melania sintió un peso en el pecho, una culpa
que no entendía por qué estaba cargando.
Alex suspiró,
con una sonrisa ladeada, casi triste.
—Olvidalo. No es
que te importara.
Ella abrió la
boca para decir algo, pero no encontró palabras. Su estómago se hizo un nudo. Él
tenía razón. O al menos, eso creía.
Lo que pasó
después se rompió en su memoria, como imágenes detrás de un vidrio empañado.
A veces, cuando
está sola con un hombre —aunque sea un familiar—, el pecho se le cierra y la
respiración se le descontrola. Si el aire es demasiado denso, si la habitación
es demasiado pequeña, si una cortina está corrida de cierta manera. Su mente
bloqueó la mayor parte, pero su cuerpo no olvida.
Por eso revisa
siempre que las puertas de su cuarto y del baño se puedan abrir de un tirón. Porque
aprendió que gritar no sirve. Que llorar no sirve. Que hay momentos en los que
lo único que importa es que haya una salida.
Fue a confesarse
a la iglesia, en un intento desesperado por encontrar alivio. Se arrodilló con
las manos temblando, la garganta cerrada, el corazón arañando desde adentro. Pero
cuando llegó el momento de hablar, la culpa le quemó la lengua.
Sabía lo que su
Dios esperaba de ella. Si cumplía sus obligaciones, si mantenía su fe, Él la
cuidaría.
Pero no lo había
hecho.
Porque el error
fue suyo, ¿no?
Porque fue ella
quien lo propició, ¿no?
Porque fue ella
quien desobedeció.
No podía
presentarse ante su Dios con ese pecado encima.
Intentó buscar
refugio en su madre. Se sentó frente a ella, con el cuerpo encorvado y las
manos entrelazadas, buscando la manera de explicarlo. Pero cuando la miró a los
ojos, las palabras se ahogaron en la garganta.
Así que se lo
contó a una amiga. Y su amiga lo convirtió en un chisme. En cuestión de días, se
enteraron todas en la escuela. La señalaban en los pasillos y se reían a sus
espaldas. “Zorra.” “Puta.” “Trola.” Le arrojaban esos insultos como piedras. Hasta
que dejaron de ser solo palabras, y se convirtieron en algo más: una sentencia.
Después, se
enteró su familia. Y si en la escuela eran palabras, en su casa fueron golpes. La
arrastraron hasta su cuarto. La encerraron entre cuatro paredes que se
volvieron su cárcel. Le quitaron todo. No volvió a salir a la calle.
Sus hermanos
dejaron de hacer sus tareas. Se las encajaron a ella, como un castigo divino. Sus
abuelos, en shock, dejaron de visitarlos. Las pocas amigas que le quedaban
desaparecieron. No tenía a nadie. No tenía nada.
―Es la única forma
de que Dios te perdone, hija.
Melania dudó. Dudó
porque el perdón no llegaría. Porque a ella no la iban a perdonar nunca.
Alex, en cambio,
sí. Él, que no creía en Dios. Él, que no se confesó. Que no lloró. Que no
sintió culpa. Él, que hizo las valijas, se mudó de provincia y siguió con su
vida como si nada.
Como si ella nunca hubiera existido.