sábado, 12 de julio de 2025

⋆˚࿔ El arte de existir 𝜗𝜚˚⋆

Hace 18 años nací. El mundo no se inmutó. Yo tampoco.

No tengo anécdotas imborrables. Las fotos se extraviaron y mis diarios desaparecieron. O quise hacerlos desaparecer. Y con ellos, los vestigios de la infancia.

A veces, mi mamá revive episodios sueltos. Y, según comenta —con un tono como si hablara del clima—, mi llegada no provocó revuelo. No hubo rumores de infidelidades ni secretos del parto. Hicieron una fiesta breve, con poco alcohol y un cartel casero: letras torcidas, tinta corrida. “¡Bienvenida, Josefina!”. Le pregunté qué fue de ese cartel. Dijo que, si no estaba en la habitación de los cachivaches, probablemente se había perdido.

Y no estaba.

Así que nací, sin más. En pleno invierno mendocino. Nunca fui el centro ni el borde. Un registro civil más, una vela encendida “porque había que poner algo”, un perfume comprado a último momento, como presente.

No hubo obsequios, ni fotos familiares desopilantes, ni siquiera una abuela lagrimeando (al contrario: ni se apareció). Y crecí igual.


De mi infancia apenas quedan imágenes sueltas. A esta altura, son fragmentos que no consigo ensamblar del todo, así que hay huecos en el rompecabezas. Sé que fui a un jardín de infantes que irradiaba tanto color y energía que me resultaba abrumador. Jugaba con una compañerita… creo que se llamaba María. O Virginia. O María Virginia. No me sentía excluida; corría, saltaba y compartía la merienda en paz. Esparcíamos bloques de Lego por toda la alfombra, descuartizábamos bebotes y nos columpiábamos como si no existiera el tiempo. Todo eso lo supongo, porque si fuera una nena, eso haría. Es lo único que me habría hecho verdaderamente feliz.

Creo que también había otro nene. Ni idea de su nombre… ¿Santiago? ¿Nahuel? Hace años que las escuelas dejaron de dar listados con nombres y apellidos. Él hablaba mucho, en serio: de dinosaurios, estrellas, pelotas pinchadas, helados derretidos, caramelos, chicles del kiosquito, del olor de la témpera. Yo asentía y sonreía. No tenía nada para aportar.

Una vez me dieron una estrellita: “buena conducta”. Niña ejemplar. Esa etiqueta me seguiría toda la vida. No por el papelito brillante pegado en la frente, sino por el rol que terminé ocupando sin querer. Solo que, en ese momento, era demasiado chica para entenderlo.

Ese jardincito cerró o se mudó; probablemente donaron los juguetes, y puede que ya no haya columpios. No quedó ni un folleto, ni una foto, ni una dirección. Tampoco figura en Google Maps. A veces pienso que Virginia María, o como se llamara, ya no está viva. Me pregunto si realmente existió o si la fabriqué yo. Porque, cuando no hay certezas, la memoria empieza a mentirte con cariño.


Después empecé la primaria. Ahí entendí que memorizar sin aprender era la clave para mantenerse estable (no para destacarse: no era una ratoncita de biblioteca). Entregaba las tareas a tiempo, sin recuadrar las fotocopias, y subrayaba todo con el mismo color, a diferencia de mis compañeras, que convertían cualquier hoja en una obra de arte, y de los varones, que hacían magia: la tarea, simplemente, desaparecía.

Si la maestra me preguntaba algo, respondía lo justo; y si no, pasaba desapercibida. Tenía la certeza de que era lo bastante tranquila como para no generar interés en nadie. Tampoco molestaba. Recordaban mi nombre y mi color de pelo. Con eso bastaba para confirmar que era parte del curso. Me sentaba en el medio: ni adelante ni atrás. Y me enfocaba en lo mío.

También en la primaria confirmé que las maestras tenían favoritos. Yo no figuraba ni en esa lista ni en la negra. Un boletín de 8 y 9, “casi” perfecto, no me deprimía. Las seños anotaban “¡Muy bien!”, ni una palabra más ni una menos. No llamaba la atención ni por destacar ni por hacer desastre. “Buena conducta”, “Josefina demuestra un comportamiento ejemplar”. Por eso, tal vez, jamás tuve una materia favorita.

Nunca me eligieron primera en los equipos, pero jamás fui la última. Quedaba en ese limbo tibio donde nadie se peleaba por tenerme ni descartarme. Me limitaba a hacer las repeticiones justas en la clase de Educación Física, sin transpirar demasiado ni parecer que no me esforzaba. Cuando podía, me marchaba. Me daba igual ser la que el profe señalaba para mostrar un ejercicio; me paraba al frente, lo hacía como si supiera y volvía a mi lugar en silencio. Jamás supe si lo hacía bien o mal. A veces contaba los ladrillos del gimnasio mientras hacíamos elongación o me quedaba mirando los árboles que se veían por la ventana. Corría, saltaba… solo lo que hiciera falta.

Tampoco me perdía los actos escolares. Fui nube, árbol, pasto, estrella. De esas que se mueven al fondo mientras otros recitan con voz temblorosa lo que ensayaron en casa. A mí me alcanzaba con saber dónde pararme y cuándo agacharme. Mi disfraz se mantenía en orden, pero no me brillaban los ojos. En la fila para la foto grupal, siempre quedaba en el medio: ni muy alta para ir al fondo, ni lo bastante bajita para el frente. Un lugar que nadie discute y que nadie quiere. A veces pienso que no era timidez, sino resignación anticipada. Como si desde chica hubiera aprendido que hay lugares donde una simplemente se queda quieta, sin esperar aplausos.

Eso era todo. Con el tiempo, la gente dejaba de preguntar. Porque si no mostrás algo especial, te vuelven invisible. Y yo era buena en eso: en no brillar.

Al egresarse, hay quienes reciben más de un diploma. Los abanderados y escoltas recibían medallas y distinciones honoríficas para asegurarse un lugar en la mejor secundaria. Otros participaban en concursos y obtenían premios por cuentos originales, certámenes de ortografía o en las olimpiadas de matemática. Claro que no recibí ninguno de esos papeles. Solo el diploma que confirmaba que, efectivamente, había completado el nivel primario. Dos fotos, un souvenir por cortesía del colegio. Y salí por la misma puerta por donde había entrado. Solo que, en lugar de dos trenzas, llevaba el pelo suelto.

Y no volví a pisar ese lugar. A veces sueño con él. Me pregunto si los bancos siguen igual, si ya los pintaron de otro color, si armaron la tan esperada huerta, si alguna seño se jubiló, o si, en el patio, todavía cuelgan las bolsitas de higiene que algún alumno que se creía chistocito dejó.


Mamá quiso que fuera algo, así que intenté ser gimnasta. Pasé el calentamiento sin hacerlo bien, me animé a subirme a la viga y a dar una vuelta en las paralelas. No me caí ni me lastimé, pero me faltaban la elegancia y la sonrisa de una verdadera gimnasta. Me llevé unas felicitaciones a secas de la instructora y un desequilibrio cuando intenté hacer la vertical en la viga.

Un día, me dio pereza ir. Y no regresé.

También recuerdo haber asistido a un taller de pintura. Al salir de la escuela, mamá me dejaba con unas galletitas y un juguito. Podía visualizar un cuadro terminado, aunque los pinceles se me endurecían y parecía que limpiaba el lienzo en blanco.

Hubo viles intentos de introducirme al mundo de la danza. Descubrí que me sentía plena tomando fotos a mis compañeras y analizando sus movimientos que intentando repetirlos, aunque fuera la mejor vestida y peinada.

Pasé por idiomas y deportes, y cuando sabía que me daba pereza ese día, entendía que mi trayectoria había terminado.

Descubrí todo, tanto que terminé vacía.


En la secundaria éramos muchos más alumnos de lo esperado. A veces tenían que robar bancos y sillas de otras aulas, y ahí se armaba la batalla campal. No perduró, porque algunos se fueron a otros cursos o se cambiaron de escuela. ¿O acaso existieron en primer lugar? Me cuesta recordar apellidos, pero no olvido a una chica de ricitos y labios delgados, que parloteaba viajes y derroches de dinero. Después no vino más.

A los pocos días hubo un campamento. Era tradición del colegio —fuimos los últimos ingresantes en tenerla, porque esa costumbre también se esfumó o se olvidó—. Una especie de retiro para conectar con la institución y nuestros compañeros. No sé cómo llegué; en bici lo dudo, por la cantidad de bolsas. En micro tampoco debió ser, así que seguro mamá me trajo en auto. Aparecen escenas vagas: una compañera con la cual intercambié Instagram, y luego un asado. El suelo húmedo nos impedía encender correctamente el fuego. Obvio que yo no ayudé, y me contuve de sacar el celular para grabar a mis compañeros con sus intentos inútiles de frotar ramitas. Solo observaba. Me acuerdo de que llevaba una campera violeta impermeable, de esas rompevientos dosmileras.

Luego, un salto: armamos un baile en el colegio. No bailé; me senté a presenciar el caos desde una silla de plástico. A las dos de la mañana, mi cuerpo empezó a generar sensaciones imprecisas, quizás por el agotamiento que tenía. Me sentía en un sueño. ¿O fue un sueño? Volver a visualizar el colegio de noche se siente ambiguo, y más si se encuentra en medio de la nada.

Quiero confiar en que, al menos, los años siguientes sí fueron de verdad. Que la pandemia no fue una histeria colectiva en la que todos nos pusimos de acuerdo para tomar clases a través de una pantalla. Los rostros de mis compañeros fueron reemplazados por una foto de perfil. Sus voces, distorsionadas por el internet tercermundista. Algunos ni siquiera usaban su nombre real, porque era una cuenta del papá o de la mamá. Y el mío se perdía en la pantalla.

Creo que muchos ni se acuerdan que estuve en esos meets, donde la profe de francés echó a una alumna por quedarse dormida, o rogaban que un anónimo apagara el micrófono porque se escuchaba a sus papás pelear. Yo ni micrófono tenía; mi voz, que ya era un hilo, se había cortado. Al menos la foto de perfil era de una chica anime parecida a mí, para que mi rostro no cayera del todo en el olvido.

El grupo de WhatsApp se llenaba de mensajes pidiendo que pasen las respuestas del examen, de archivos reenviados mil veces porque siempre había un colgado al que se le borraba (yo no, por supuesto). Siendo honesta, no recuerdo qué habré enviado en ese grupo. No sé si envié algo, en primer lugar. Quizás clavaba el visto, o me reía de algún chiste malo y participaba en alguna que otra queja sobre el profesor de Historia.

Entregaba mis trabajos antes de que cerrara el aula virtual, no faltaba a ningún Zoom, pero mis calificaciones no pasaban del 8 o 9.

Aunque dejar de ir a la escuela no fue el mayor duelo. La etapa más rara fue volver a pisar un aula. Los pasillos, antes decorados con manualidades de los alumnos y propaganda del centro de estudiantes, ahora colgaban carteles que advertían lavarse las manos y no robarse el alcohol en gel de los baños. Y aunque la luz solar llegaba a los baños, se sentían fríos, inhóspitos. Eran grandes y, aun así, asfixiaban. Uno solo quería lavarse las manos y salir corriendo.

Los bancos tenían una X con cinta azul que indicaba que no podías sentarte al lado de otro alumno. Podía haber uno a tu derecha, a tu izquierda, atrás… no a tu lado. Me olvidé si en años anteriores alguien se había sentado junto a mí. Lo más seguro es que sí, y lo olvidé porque los profes nos cambiaban de lugar todo el tiempo para asegurar una sana convivencia.

Conviví con todos y con la nada.


Tener una familia numerosa no cambiaba el hecho de que nunca fuera tema de conversación. Papá sellaba los labios y mamá apenas mencionaba mi nombre en actividades banales: la comida que preparé o el presentismo escolar impecable. Mi tía siempre chusmeaba sobre el primo de tal, el tío de tal, incluso un sobrino de una familia cuya existencia ni conocía.

¿Habrá alguien como yo en esa familia? Quizás mi rol era ese: existir para un comentario ocasional. Sabía de primos que se compraron su departamento, de uno que consiguió un trabajo de programador con buen sueldo, de una prima que se casó.

¿Y yo? Escuchaba y asentía. Y me encantaba ese lugar.


Ya para los últimos años, habría aparecido en varias fotos grupales: actos donde era un personaje que se paraba al fondo, aunque me vestía con un buen disfraz; trabajos anónimos que eran obligatorios presentar ante toda la escuela; exposiciones de veinte minutos que dormían hasta a la profe. No me gustaba sacarme fotos, y las pocas que tenía las perdí al reiniciar mi celu de fábrica. Al fin y al cabo, no eran tan importantes, aunque mamá conserva algunas, las cruciales.

Y todo esto finalizaría un día cualquiera de noviembre. El sol nos resecaba el pelo y los labios. Las remeras de algodón no podían absorber el sudor. No puedo distinguir cuál fue el último día, ni siquiera cómo fue el primero. Quizás fueron el mismo.

Escalaba una rampa de diez metros para llegar a la entrada y me encontraba con un portón verde que estaba por caerse. Escuchaba a los profes y respondía si me preguntaban. Comía las mismas galletas a la hora del recreo. Me paraba al lado de mis compañeras para escuchar sus conversaciones, de las cuales no participaba, pero tampoco me echaban porque no eran privadas. Y luego aparecía en un micro, pagando el boleto para llegar a casa.

Todo terminó con un simple “adiós”. Y un recordatorio en el calendario: debía inscribirme en la facultad.

Y dejé de existir para esa escuela.







jueves, 3 de julio de 2025

⋆。˚୨ Voy a dormir ୧˚。⋆

Voy a dormir, en calma total,
tráiganme sábanas de seda celestial.
Préndanme la estufa, que el frío se va,
háganme trencitas.

La noche me abrazará
La luna me escuchará
y las estrellas me consolarán.

Alisten las almohadas.
Pongan una dulce canción,
que arrulle mi sueño, sin más razón.

Dormiré hondo, sin poder pensar
que te amo tanto y me hace naufragar.

Y con suerte no voy a despertar,
pero si despierto, lejos quiero estar:
en otro cuerpo, sin tu mirar,
donde no pueda ni tu nombre recordar.




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