YuYu's Nook
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sábado, 2 de agosto de 2025
⋆。˚୨ Él volvió ୧˚。⋆
sábado, 12 de julio de 2025
⋆˚࿔ El arte de existir 𝜗𝜚˚⋆
Hace 18 años nací. El mundo no se inmutó. Yo tampoco.
No tengo anécdotas imborrables. Las fotos se extraviaron y mis diarios desaparecieron. O quise hacerlos desaparecer. Y con ellos, los vestigios de la infancia.
A veces, mi mamá revive episodios sueltos. Y, según comenta —con un tono como si hablara del clima—, mi llegada no provocó revuelo. No hubo rumores de infidelidades ni secretos del parto. Hicieron una fiesta breve, con poco alcohol y un cartel casero: letras torcidas, tinta corrida. “¡Bienvenida, Josefina!”. Le pregunté qué fue de ese cartel. Dijo que, si no estaba en la habitación de los cachivaches, probablemente se había perdido.
Y no estaba.
Así que nací, sin más. En pleno invierno mendocino. Nunca fui el centro ni el borde. Un registro civil más, una vela encendida “porque había que poner algo”, un perfume comprado a último momento, como presente.
No hubo obsequios, ni fotos familiares desopilantes, ni siquiera una abuela lagrimeando (al contrario: ni se apareció). Y crecí igual.
De mi infancia apenas quedan imágenes sueltas. A esta altura, son fragmentos que no consigo ensamblar del todo, así que hay huecos en el rompecabezas. Sé que fui a un jardín de infantes que irradiaba tanto color y energía que me resultaba abrumador. Jugaba con una compañerita… creo que se llamaba María. O Virginia. O María Virginia. No me sentía excluida; corría, saltaba y compartía la merienda en paz. Esparcíamos bloques de Lego por toda la alfombra, descuartizábamos bebotes y nos columpiábamos como si no existiera el tiempo. Todo eso lo supongo, porque si fuera una nena, eso haría. Es lo único que me habría hecho verdaderamente feliz.
Creo que también había otro nene. Ni idea de su nombre… ¿Santiago? ¿Nahuel? Hace años que las escuelas dejaron de dar listados con nombres y apellidos. Él hablaba mucho, en serio: de dinosaurios, estrellas, pelotas pinchadas, helados derretidos, caramelos, chicles del kiosquito, del olor de la témpera. Yo asentía y sonreía. No tenía nada para aportar.
Una vez me dieron una estrellita: “buena conducta”. Niña ejemplar. Esa etiqueta me seguiría toda la vida. No por el papelito brillante pegado en la frente, sino por el rol que terminé ocupando sin querer. Solo que, en ese momento, era demasiado chica para entenderlo.
Ese jardincito cerró o se mudó; probablemente donaron los juguetes, y puede que ya no haya columpios. No quedó ni un folleto, ni una foto, ni una dirección. Tampoco figura en Google Maps. A veces pienso que Virginia María, o como se llamara, ya no está viva. Me pregunto si realmente existió o si la fabriqué yo. Porque, cuando no hay certezas, la memoria empieza a mentirte con cariño.
Después empecé la primaria. Ahí entendí que memorizar sin aprender era la clave para mantenerse estable (no para destacarse: no era una ratoncita de biblioteca). Entregaba las tareas a tiempo, sin recuadrar las fotocopias, y subrayaba todo con el mismo color, a diferencia de mis compañeras, que convertían cualquier hoja en una obra de arte, y de los varones, que hacían magia: la tarea, simplemente, desaparecía.
Si la maestra me preguntaba algo, respondía lo justo; y si no, pasaba desapercibida. Tenía la certeza de que era lo bastante tranquila como para no generar interés en nadie. Tampoco molestaba. Recordaban mi nombre y mi color de pelo. Con eso bastaba para confirmar que era parte del curso. Me sentaba en el medio: ni adelante ni atrás. Y me enfocaba en lo mío.
También en la primaria confirmé que las maestras tenían favoritos. Yo no figuraba ni en esa lista ni en la negra. Un boletín de 8 y 9, “casi” perfecto, no me deprimía. Las seños anotaban “¡Muy bien!”, ni una palabra más ni una menos. No llamaba la atención ni por destacar ni por hacer desastre. “Buena conducta”, “Josefina demuestra un comportamiento ejemplar”. Por eso, tal vez, jamás tuve una materia favorita.
Nunca me eligieron primera en los equipos, pero jamás fui la última. Quedaba en ese limbo tibio donde nadie se peleaba por tenerme ni descartarme. Me limitaba a hacer las repeticiones justas en la clase de Educación Física, sin transpirar demasiado ni parecer que no me esforzaba. Cuando podía, me marchaba. Me daba igual ser la que el profe señalaba para mostrar un ejercicio; me paraba al frente, lo hacía como si supiera y volvía a mi lugar en silencio. Jamás supe si lo hacía bien o mal. A veces contaba los ladrillos del gimnasio mientras hacíamos elongación o me quedaba mirando los árboles que se veían por la ventana. Corría, saltaba… solo lo que hiciera falta.
Tampoco me perdía los actos escolares. Fui nube, árbol, pasto, estrella. De esas que se mueven al fondo mientras otros recitan con voz temblorosa lo que ensayaron en casa. A mí me alcanzaba con saber dónde pararme y cuándo agacharme. Mi disfraz se mantenía en orden, pero no me brillaban los ojos. En la fila para la foto grupal, siempre quedaba en el medio: ni muy alta para ir al fondo, ni lo bastante bajita para el frente. Un lugar que nadie discute y que nadie quiere. A veces pienso que no era timidez, sino resignación anticipada. Como si desde chica hubiera aprendido que hay lugares donde una simplemente se queda quieta, sin esperar aplausos.
Eso era todo. Con el tiempo, la gente dejaba de preguntar. Porque si no mostrás algo especial, te vuelven invisible. Y yo era buena en eso: en no brillar.
Al egresarse, hay quienes reciben más de un diploma. Los abanderados y escoltas recibían medallas y distinciones honoríficas para asegurarse un lugar en la mejor secundaria. Otros participaban en concursos y obtenían premios por cuentos originales, certámenes de ortografía o en las olimpiadas de matemática. Claro que no recibí ninguno de esos papeles. Solo el diploma que confirmaba que, efectivamente, había completado el nivel primario. Dos fotos, un souvenir por cortesía del colegio. Y salí por la misma puerta por donde había entrado. Solo que, en lugar de dos trenzas, llevaba el pelo suelto.
Y no volví a pisar ese lugar. A veces sueño con él. Me pregunto si los bancos siguen igual, si ya los pintaron de otro color, si armaron la tan esperada huerta, si alguna seño se jubiló, o si, en el patio, todavía cuelgan las bolsitas de higiene que algún alumno que se creía chistocito dejó.
Mamá quiso que fuera algo, así que intenté ser gimnasta. Pasé el calentamiento sin hacerlo bien, me animé a subirme a la viga y a dar una vuelta en las paralelas. No me caí ni me lastimé, pero me faltaban la elegancia y la sonrisa de una verdadera gimnasta. Me llevé unas felicitaciones a secas de la instructora y un desequilibrio cuando intenté hacer la vertical en la viga.
Un día, me dio pereza ir. Y no regresé.
También recuerdo haber asistido a un taller de pintura. Al salir de la escuela, mamá me dejaba con unas galletitas y un juguito. Podía visualizar un cuadro terminado, aunque los pinceles se me endurecían y parecía que limpiaba el lienzo en blanco.
Hubo viles intentos de introducirme al mundo de la danza. Descubrí que me sentía plena tomando fotos a mis compañeras y analizando sus movimientos que intentando repetirlos, aunque fuera la mejor vestida y peinada.
Pasé por idiomas y deportes, y cuando sabía que me daba pereza ese día, entendía que mi trayectoria había terminado.
Descubrí todo, tanto que terminé vacía.
En la secundaria éramos muchos más alumnos de lo esperado. A veces tenían que robar bancos y sillas de otras aulas, y ahí se armaba la batalla campal. No perduró, porque algunos se fueron a otros cursos o se cambiaron de escuela. ¿O acaso existieron en primer lugar? Me cuesta recordar apellidos, pero no olvido a una chica de ricitos y labios delgados, que parloteaba viajes y derroches de dinero. Después no vino más.
A los pocos días hubo un campamento. Era tradición del colegio —fuimos los últimos ingresantes en tenerla, porque esa costumbre también se esfumó o se olvidó—. Una especie de retiro para conectar con la institución y nuestros compañeros. No sé cómo llegué; en bici lo dudo, por la cantidad de bolsas. En micro tampoco debió ser, así que seguro mamá me trajo en auto. Aparecen escenas vagas: una compañera con la cual intercambié Instagram, y luego un asado. El suelo húmedo nos impedía encender correctamente el fuego. Obvio que yo no ayudé, y me contuve de sacar el celular para grabar a mis compañeros con sus intentos inútiles de frotar ramitas. Solo observaba. Me acuerdo de que llevaba una campera violeta impermeable, de esas rompevientos dosmileras.
Luego, un salto: armamos un baile en el colegio. No bailé; me senté a presenciar el caos desde una silla de plástico. A las dos de la mañana, mi cuerpo empezó a generar sensaciones imprecisas, quizás por el agotamiento que tenía. Me sentía en un sueño. ¿O fue un sueño? Volver a visualizar el colegio de noche se siente ambiguo, y más si se encuentra en medio de la nada.
Quiero confiar en que, al menos, los años siguientes sí fueron de verdad. Que la pandemia no fue una histeria colectiva en la que todos nos pusimos de acuerdo para tomar clases a través de una pantalla. Los rostros de mis compañeros fueron reemplazados por una foto de perfil. Sus voces, distorsionadas por el internet tercermundista. Algunos ni siquiera usaban su nombre real, porque era una cuenta del papá o de la mamá. Y el mío se perdía en la pantalla.
Creo que muchos ni se acuerdan que estuve en esos meets, donde la profe de francés echó a una alumna por quedarse dormida, o rogaban que un anónimo apagara el micrófono porque se escuchaba a sus papás pelear. Yo ni micrófono tenía; mi voz, que ya era un hilo, se había cortado. Al menos la foto de perfil era de una chica anime parecida a mí, para que mi rostro no cayera del todo en el olvido.
El grupo de WhatsApp se llenaba de mensajes pidiendo que pasen las respuestas del examen, de archivos reenviados mil veces porque siempre había un colgado al que se le borraba (yo no, por supuesto). Siendo honesta, no recuerdo qué habré enviado en ese grupo. No sé si envié algo, en primer lugar. Quizás clavaba el visto, o me reía de algún chiste malo y participaba en alguna que otra queja sobre el profesor de Historia.
Entregaba mis trabajos antes de que cerrara el aula virtual, no faltaba a ningún Zoom, pero mis calificaciones no pasaban del 8 o 9.
Aunque dejar de ir a la escuela no fue el mayor duelo. La etapa más rara fue volver a pisar un aula. Los pasillos, antes decorados con manualidades de los alumnos y propaganda del centro de estudiantes, ahora colgaban carteles que advertían lavarse las manos y no robarse el alcohol en gel de los baños. Y aunque la luz solar llegaba a los baños, se sentían fríos, inhóspitos. Eran grandes y, aun así, asfixiaban. Uno solo quería lavarse las manos y salir corriendo.
Los bancos tenían una X con cinta azul que indicaba que no podías sentarte al lado de otro alumno. Podía haber uno a tu derecha, a tu izquierda, atrás… no a tu lado. Me olvidé si en años anteriores alguien se había sentado junto a mí. Lo más seguro es que sí, y lo olvidé porque los profes nos cambiaban de lugar todo el tiempo para asegurar una sana convivencia.
Conviví con todos y con la nada.
Tener una familia numerosa no cambiaba el hecho de que nunca fuera tema de conversación. Papá sellaba los labios y mamá apenas mencionaba mi nombre en actividades banales: la comida que preparé o el presentismo escolar impecable. Mi tía siempre chusmeaba sobre el primo de tal, el tío de tal, incluso un sobrino de una familia cuya existencia ni conocía.
¿Habrá alguien como yo en esa familia? Quizás mi rol era ese: existir para un comentario ocasional. Sabía de primos que se compraron su departamento, de uno que consiguió un trabajo de programador con buen sueldo, de una prima que se casó.
¿Y yo? Escuchaba y asentía. Y me encantaba ese lugar.
Ya para los últimos años, habría aparecido en varias fotos grupales: actos donde era un personaje que se paraba al fondo, aunque me vestía con un buen disfraz; trabajos anónimos que eran obligatorios presentar ante toda la escuela; exposiciones de veinte minutos que dormían hasta a la profe. No me gustaba sacarme fotos, y las pocas que tenía las perdí al reiniciar mi celu de fábrica. Al fin y al cabo, no eran tan importantes, aunque mamá conserva algunas, las cruciales.
Y todo esto finalizaría un día cualquiera de noviembre. El sol nos resecaba el pelo y los labios. Las remeras de algodón no podían absorber el sudor. No puedo distinguir cuál fue el último día, ni siquiera cómo fue el primero. Quizás fueron el mismo.
Escalaba una rampa de diez metros para llegar a la entrada y me encontraba con un portón verde que estaba por caerse. Escuchaba a los profes y respondía si me preguntaban. Comía las mismas galletas a la hora del recreo. Me paraba al lado de mis compañeras para escuchar sus conversaciones, de las cuales no participaba, pero tampoco me echaban porque no eran privadas. Y luego aparecía en un micro, pagando el boleto para llegar a casa.
Todo terminó con un simple “adiós”. Y un recordatorio en el calendario: debía inscribirme en la facultad.
Y dejé de existir para esa escuela.
jueves, 3 de julio de 2025
⋆。˚୨ Voy a dormir ୧˚。⋆
viernes, 2 de mayo de 2025
⋆。˚୨ Te quiero. Vete ୧˚。⋆
domingo, 27 de abril de 2025
⋆。˚୨ Corazón fugaz ୧˚。⋆
viernes, 4 de abril de 2025
⋆˚࿔ Estimado abusador 𝜗𝜚˚⋆
¿Te
acordás de mí? Te escribo desde Mendoza, con las manos temblando y las lágrimas
en los ojos, porque no te puedo olvidar. Por más que el tiempo se haya empeñado
en pasar, por más que yo haya intentado convencerme de que fue un error
pensarte tanto… seguís acá, clavado en mi pecho como una espina vieja.
¿La
vida te trata bien? ¿Terminaste esa carrera de programación que mencionaste con
tanta ilusión aquella primera vez? Ojalá que sí. Ojalá lo hayas logrado.
Porque, aunque ya no estés, aunque ni siquiera respondas, todavía hay una parte
de mí que se alegra por vos… y otra que no deja de llorar por lo que no fue.
Por
mi parte… estoy sobreviviendo, creo. Mejor que antes, al menos. Hace unas
semanas dejé el antidepresivo que me habían recetado y no lo volví a tocar. No
lo extraño. Tampoco sus efectos, que me dejaban tumbada en la cama.
Lo
que sí extraño —y no sabés cuánto— es esa imagen idealizada que tenía de vos.
Esa fantasía que yo misma inventé, y que también me tocó romper con mis propias
manos, pedazo a pedazo, como quien destruye un altar donde ya no queda dios al
que venerar.
Hoy
me enteré de que vas a ser padre de una nena. Desde esta ciudad empapada en
vino, en otoño abandónico y en memorias que no terminan de morirse, te mando
mis más profundas felicitaciones. A vos y a tu esposa. No lo digo con veneno. Te
juro que no. Lo digo con la madurez amarga de quien ya lloró lo suficiente.
Una
hija… tu princesita. Qué enorme responsabilidad, ¿no? Pero debe ser todo un
orgullo pintarle las uñitas, cantar pop romántico hasta el atardecer y ponerle
moñitos en las trenzas.
Espero,
de verdad, que estés a la altura. Que estés cuidando a tu mujer como se merece.
Que le sostengas la mano cuando el miedo la invada. Que la abraces en sus
cambios de humor sin hacerla sentir menos. Que le hables con ternura, incluso
cuando esté insoportable. El embarazo no es solo físico. Es emocional, mental,
espiritual. Es un salto al vacío con los ojos cerrados, confiando en que el
otro no se corre justo cuando te tirás. No sé si caés en la cuenta de que está
arriesgando su vida para traer otra.
Anhelo,
de todo corazón, que ella te diga lo que piensa sin tener que disfrazar sus
palabras.
Que
no le tema a tu reacción. Que no se calle lo que duele por miedo a que la
dejes. Que no tenga que aguantar gritos, ni decir “sí” a todas tus peticiones
solo para hacerte feliz y recibir una migaja de amor. Que se defienda si le das
un golpe, o que te devuelva el doble de insultos y desprecios. Y, sobre todo,
deseo que no te aproveches de su vulnerabilidad.
Que
no la confundas, que no la manipules, que no uses su amor como excusa para
hacer lo que se te da la gana. Que no tenga que arrastrarse para sentir tu
presencia, ni moldearse a una fantasía.
Como
hiciste conmigo.
Porque
yo te creí. Pensé que eras distinto. O que, al menos, ibas a cambiar. Que me
hablabas desde un lugar sano, desde un refugio. Que me veías hermosa. Que
querías cuidarme. Y, al final, no eras más que un reflejo bien maquillado de
todo lo que juraste no ser.
Pero
no te odio. Ya no. El odio cansa. Y mata.
Lo
que siento ahora es otra cosa… una mezcla rara de compasión y distancia. No sé
bien cómo explicarlo.
Solo
espero que a ella no le pase lo mismo.
Que
no termine escribiéndote una carta como esta, preguntándose en qué momento el
amor se volvió trampa. Que no tenga que recurrir a la muerte y al sufrimiento
para dejar de pensar.
Todavía
me acuerdo de esa parte de mí que quería ser madre con vos. No era un capricho.
No era una fantasía rosa. Era un deseo profundo, visceral: formar una familia a
tu lado. Y vos, tan convencido, tan encantador, tan seguro...
Decías
que si nuestra hija nacía con autismo no importaba, que le pagarías todas las
terapias necesarias, que te ibas a pelear con médicos y directivos para que
tuviera su lugar. Que no había problema. Que ibas a estar ahí. Que eso no te
asustaba. Que para vos lo más importante era la familia que ibas a construir
conmigo. Que te gustaban los nombres Silvina… o Adelaida. Que ya estabas
ahorrando —eso decías— solo por y para tu familia.
Y
yo te creía.
Me
aferraba a esa imagen como quien abraza una esperanza con los ojos cerrados. Hasta
que entendí que no era un sueño. Era una trampa.
Porque
no solo mi vida corría peligro si me quedaba. También la de esa hija que jamás
llegó, pero que, por un tiempo, vivió en mi mente. La tuve en mis brazos como
si ya existiera.
Tuve
que dejar atrás todo eso. De cierto modo, asesinarla. Matar la idea. Matar esa
parte de mí que quería darte lo mejor, y que terminó dándose cuenta de que lo
mejor era huir.
Me
habría encantado tener el honor de ser la madrina de tu hijita. O al menos esa
tía argentina que aparece cada tanto con la valija llena de regalos y dulces,
que le enseña a tomar mate aunque le paralice el sabor amargo, que le canta Los
Auténticos Decadentes cuando se larga a llorar, que la hace reír con historias
ridículas de este lado del mundo. La que organiza fines de semana en la
montaña, prepara un asado con gusto a cenizas y, como toda vieja chota, se
queja de la economía mientras baila Gilda y Los Palmeras con un vaso de vino en
la mano, grita “¡epa! ¡que rompimos para que todo esté caro!” y termina
llorando con Karina.
Ya
que no pude con vos, pensé —alguna vez— que tal vez podría con ella.
Pero
no. No va a pasar.
Sé
que no querés saber nada más de mí, y te entiendo. No te culpo. Aun así,
incluso si pudiera aparecer en esa nueva vida que armaste, no lo haría. No por
orgullo; por respeto. Porque tu mujer y tu hija merecen escribir su propia
historia, sacar sus propias conclusiones. Yo no soy ni un hada salvadora, ni
una rompefamilias de telenovela. Soy apenas una mujer que está recogiendo los pedazos
de su corazón con la dignidad que le queda, y que, poco a poco, vuelve a
ponerse de pie.
Por
eso escribo esta carta. Una que nunca vas a leer pero que yo necesitaba
escribir.
Espero,
de corazón, que su vida de casados sea tranquila. Que el amor sea real. Que se
digan la verdad sin miedo. Que no haya castigos silenciosos, ni emociones
usadas, ni sexo doloroso como moneda de cambio. Que espanten los rencores antes
de que se vuelvan costumbre. Que el orgullo no gane las discusiones y se les
baje al toque. Que puedan resolver los conflictos sin dañarse. Y, sobre todo,
que sepan prevenirlos antes de que existan.
Todo
lo contrario a lo que fue lo nuestro.
Porque
lo nuestro fueron espinas que yo cruzaba descalza. Vos te ibas un lunes sin
explicación, y yo me quedaba mirando el celular como una idiota, esperando una
señal. Volvías un viernes, actuando como si nada, con esa frialdad que me
dejaba helada. Me ignorabas hasta que me desesperaba, y recién cuando yo estaba
al borde, aparecías. Siempre con esa dulzura tibia que, más que calmar,
confundía.
Me
hacías dudar de mi propia percepción. Me arrastrabas al fondo con tus
silencios, tus cambios de humor, tus idas y vueltas… Y justo cuando estaba
rota, me levantabas con gestos vacíos que yo, en mi amor ciego, tomaba como
redención.
El
ciclo perfecto: me rompías y me rescatabas. Me callabas, y luego me pedías que
hablara. Me empujabas, y después jurabas que me amabas. Y yo me aferraba.
Siempre bajo tu brazo.
Todavía
me despierto algunas noches con esa presión en el pecho, como si estuviera por
llegar uno de esos mensajes que lo cambiaban todo. Pero no llega nada. Y está
bien.
Porque
ya no soy esa mujer. Soy una completamente distinta. Una que escribe esto no
para que lo leas, sino para soltar. Para entender, de una vez por todas, que lo
que viví no fue amor. Fue dependencia, miedo, dolor disfrazado de cariño.
Y
por eso te deseo paz. No porque la merezcas. Sino porque yo la merezco más.
Son
miles las preguntas que todavía no puedo responder. Algunas las grito en la
almohada. Otras simplemente me atraviesan sin aviso. Pero hay una que me
persigue más que todas: desde aquella vez en que dijiste, sin una pizca de
culpa, que “lo hiciste porque viste la oportunidad”.
¿Oportunidad?
¿Eso era yo para vos?
¿Una
cosa? ¿Un cuerpo disponible? ¿Un rato? ¿Un objeto al que podías usar y después
tirar como si nada?
Una
hora para vos. Una eternidad para mí.
Una
sesión para vos. Un antes y un después para mí.
Nunca
entendiste el impacto que tuvo en mí. O peor: sí lo entendiste y no te importó.
¿No
fue suficiente saber que yo también era hija de alguien? Que tenía una madre.
Un padre. Hermanos. Amigos. Gente que me ama. ¿No pensaste que podía pasarle a
tu mamá, a tu hermana, a tu esposa ahora, a tu hija mañana? ¿O simplemente no
podías verme como una persona igual que vos?
Porque
eso era lo que necesitaba: que me vieras. Y sin embargo, me convertiste en
nada. En una sombra útil para tu ego.
Si
no me amabas, ¿por qué no me soltaste? ¿Por qué no tuviste la mínima humanidad
de alejarte antes de romperme? ¿Era tan necesario arrebatarme la felicidad para
sentirte más grande? ¿Más fuerte? ¿Más hombre? ¿Ese era tu combustible? ¿Intercambiar
mi serenidad por una versión distorsionada de mí? ¿Moldearme en una trastornada
para poder señalarme desde lejos y decir: “mirá lo mal que está, yo ya no tengo
nada que ver”?
¿Te
llenaba ver cómo me caía a pedazos mientras vos seguías triunfando, mejorando,
rehaciendo tu vida como si nada? Porque si eso era lo que buscabas… lo
lograste.
Pero
también lograste algo más: que me reconstruya. No como antes. No como vos
querías. Sino como una mujer que ahora se mira al espejo y se promete no volver
nunca más a ese infierno.
No
te molestes en venir a solucionar nada ahora ni te gastes en pedir perdón. Porque
incluso si te arrepintieras, si te arrodillaras frente a mí, gritando disculpas
con los ojos sangrando… ya está. El daño está hecho.
Ya
me vi al borde de la tumba. Ya toqué fondo. Ya sentí que me moría en vida. Y
también supe cómo volver.
Porque
aunque no querías que lo lograra… lo hice. Eso era lo que necesitaba decirte. Como
mujer, como víctima, como sobreviviente, logré levantarme.
Y ahora, desde ese lugar, deseo con el alma que esa
niña tenga todo lo que yo no tuve. Que tenga el calor, la protección y la
presencia de un padre que le enseñe a diferenciar entre amor y manipulación. Que
nunca sienta que debe dar su cuerpo a cambio de cariño. Que su tranquilidad no
se convierta en moneda de cambio. No estoy hablando solo de lo que hiciste vos.
Estoy hablando de todos los hombres que, en algún momento, van a entrar en su
vida.
Porque incluso cuando un hombre te lleva a tu
restaurante favorito, te compra un vestido de diseñador, te promete la luna… eso
no le da derecho a todo. Incluso dentro de una relación formal, los límites
existen.
Y eso, espero que ahora lo entiendas.
Aunque conmigo no los supiste ver y te diste el
permiso de destrozarme.
¿Te da miedo que alguien le ponga un dedo encima a
tu hija? Tranquilo. A veces, hay hombres buenos. Como lo es mi esposo ahora.
Pero si algún “novio” llega a lastimarla, a someterla, a romperle el alma como
me la rompiste a mí… voy a desear con todo mi ser que ella sea la última. Y voy
a rezar, aunque sepa que esa justicia rara vez llega. Porque lo más probable es
que ese hombre tenga hijas después, y no se dé cuenta de lo que hizo hasta que
ya sea tarde. O peor: que críe varones que repitan el ciclo.
Te confieso algo: esta carta fue un desliz. Debería
estar concentrada en mi carrera, en mi familia, en seguir construyendo esa vida
que tanto me costó levantar. Pero escribí esto. Y lo firmo con el corazón en la
mano. Tómalo como quieras —como un ataque o como una bendición torcida—, pero
deseo que el prometido de tu hija sea exactamente igual a vos.
sábado, 23 de noviembre de 2024
♡₊˚ Melania | Fe y castigo
Melania sueña con volver al pasado.
Extraña el resplandor de su piel: intacta, inmaculada frente a las otras señoritas, sin la sombra del acné. Sus ojos, antes bañados en ternura e inocencia, ahora se marchitan lentamente al contemplar la crudeza del mundo, su miseria cínica y despiadada. Solía pintarse los labios con gloss de frutilla para que se vieran jugosos. Ahora los deja secarse y resquebrajarse, víctimas de sus hiperventilaciones y su ansiedad.
Detesta su cuerpo, que deja atrás la
delicadeza de la infancia, para esculpir la silueta de una mujer. Siente que
Dios la ha condenado, y se nombra a sí misma “pecadora andante”. Sus padres la
obligan a encajar en la jaula dorada de un hogar donde esperan de ella las
tareas de una “puta” ama de casa. En la escuela, las burlas y el desprecio la
acorralaron hasta que decidió desaparecer
¿Quién destruyó su vida? Ella misma,
murmura con certeza.
Todavía guarda vívidos los recuerdos de su
infancia. Disfrutaba saltar a la soga en los recreos, adornaba sus lisos de oro
con moñitos y vestía siempre en fucsias, rosa viejo y rosa bebé. La falda le
rozaba las rodillas, y el primer botón de la camisa, abrochado. “No tenés edad
para andar mostrando… bueno, nunca deberías hacerlo. La modestia nos vuelve más
bellas”, repetían sus tías ortodoxas.
Los domingos de misa siguen vivos en su
memoria: el velo de seda blanco que le regaló su abuela, la ropa con aires
cuarentosos, los colores apagados, las balerinas bien lustradas. La familia
reunida a las nueve de la mañana —o antes— para recibir al Señor. Ella fingía
prestar atención, soportaba la solemnidad del rito, porque después, en la casa
de los abuelos, la esperaba su pequeño paraíso: muñecas de porcelana, columpios
que la mareaban, y conejos blancos que correteaban en el jardín. Adorable,
pura, entregada a la fe, resguardada por y para su familia.
Añora la escuela, una institución religiosa
donde solo asistían niñas bien portadas, protegidas de los hombres. El
edificio, antiguo y solemne, parecía más un internado del siglo pasado,
impecable: una Biblia, una cruz y reglas inflexibles. De vez en cuando, alguna
osaba rebelarse, pintándose las uñas de rojo o cortando unos centímetros de la
falda. Las más atrevidas llegaban a tener affaires con compañeras o con chicos
de otras escuelas. Inevitablemente, las amonestaban, sus padres las reprendían,
sus amigas las rechazaban. Y, por supuesto, Dios las condenaba.
Las tardes transcurrían entre hilos y
agujas, costuras y bordados. Horneaba galletas de vainilla con formas
caprichosas y rellenos de chocolate. Escribía sus deseos en un diario que aún
conserva, y que la sigue acompañando en esta adolescencia corrompida.
El romance era un misterio; los libros
cursis cedían su lugar a fábulas bíblicas, y cada película que su familia
conseguía era revisada minuciosamente: si contenía un ápice de amor, la
descartaban. Su único contacto con varones se limitaba a su padre, su abuelo,
sus hermanos y, en ocasiones, sus primos. A veces se cruzaba con vecinos de
otros departamentos, o un chico lindo se sentaba a su lado en el parque. Pero
siempre sin contacto. Sin nada.
Hasta que, una tarde, conoció el pecado.
Aquella mañana, mientras colgaba la ropa en
el tendedero del balcón, lo vio.
Estaba inclinado sobre el capó de su auto,
con las manos manchadas de grasa y el ceño fruncido. Sus ojos almendrados
destellaban bajo la luz del sol; su piel tersa evocaba la delicadeza de la
época victoriana, y su cabello, oscuro como la noche, tenía mechones desteñidos
que parecían estrellas desperdigadas en el firmamento.
La cautivó.
Durante unos segundos, olvidó lo que estaba
haciendo hasta que la voz de su madre la arrancó de su ensueño: “¡Apurate, que
tenés que barrer!”
Hasta el día de hoy, le cuesta olvidar
aquella sonrisa ladeada… y el guiño que le dedicó.
Los días siguientes, se lo cruzaba en las
escaleras o lo veía tomar mate bajo la sombra de un naranjo. Algunas tardes, él
salía a su balcón a regar su pequeña huerta, y Melania, escondida tras las
cortinas, lo espiaba, soñando con sus abrazos.
Su diario —aquel confidente de la infancia
que guardaba juegos y secretos— cambió. De pronto, se volvió un registro de cruces
fugaces, miradas robadas y fantasías virginales.
Y entonces, Dios la escuchó.
El tan ansiado encuentro ocurrió una tarde
de abril, fría y sombría, con la lluvia cayendo a cántaros. Meli había olvidado
las llaves de su casa y, sin ningún pariente cerca para auxiliarla, pensó en
llamar a algún vecino con la esperanza de que le abriera. Se refugió bajo el
angosto techo del edificio. Sacudió las suelas empapadas sobre una alfombrilla
sucia. Entonces, una voz grave y amistosa rompió el murmullo de la tormenta:
—¡Hola! ¿Venís a visitar a alguien?
Se giró con lentitud. Su corazón se
encogió. Tardó unos segundos en responder:
—De hecho, no. Vivo acá —murmuró con
torpeza.
—¿Y qué hacés bajo la lluvia? ¡Vení, que te
abro! —el chico buscó las llaves y abrió a toda velocidad, dejando que la niña
pasara primero.
—¿Vos… sos de acá también? —Mel intentó
sacarle conversación.
—Sí. Por eso te abrí.
—Ah, no te había visto antes —mintió,
dejando de hacer contacto visual.
—¡Ah! Es que me mudé hace unas pocas
semanas. En realidad crecí en un pueblito de acá nomás. Hace rato quería
venirme a la ciudad para buscar mejores oportunidades.
—Mirá vos.
—Imagino que seguís estudiando. Te ves muy
chiquita —el joven le cedió el paso para subir las escaleras.
—Tengo dieciséis, ya camino a los
diecisiete —mintió. Era una pendeja de trece.
—¿Posta? Te ves demasiado joven. Como de
catorce, por ahí.
—Me lo dicen seguido —dibujó una sonrisa—.
Por cierto, ¿tu nombre es...?
—Alex, de Alexander. ¿El tuyo?
—Melania. Todos me llaman Mel o Meli.
—Un gusto, Mel. ¿De qué departamento sos?
—El doce, segundo piso, al lado derecho del
ascensor. ¿Vos?
—Del veintitrés, en el tercero —se acomodó
el pelo para que, al secarse, no se viera despeinado—. Qué bueno que nos
cruzamos, porque posta no conozco a nadie. Únicamente a una viejita que me
regaló galletas y facturas el día que llegué, y que siempre anda con un perro
hinchapelotas.
—¡Ah! La Rosalía. Sí, es un amor, pero después
de un rato se pone pesada.
—Sí, re. Bueno, debo irme ahora. ¡Hasta
pronto, vecina! —él se marchó con prisa.
—Adiós —Mel lo saludó de lejos con la mano,
mostrando cierta decepción por lo rápido que se había ido.
—¿Viste qué frío se está poniendo?
—Sí… no me lo banco más.
Luego, la charla derivó en la escuela.
—La vieja de mierda de Geografía no me
quiso subir la nota, y estaba todo bien.
—Me pasó cuando iba a la secundaria...
Y ahí lo supo: veintinueve.
Mel sintió una punzada en el pecho. No supo
si era sorpresa o emoción.
—Eu, igual no te sientas intimidada. Yo te
percibo como muy madura para tu edad —le dijo, guiñándole un ojo.
—¿Vos creés?
—Sí, posta. Das charlas interesantes, sos
graciosa… no como las otras chicas. No sé, hablo con las de mi edad y me
aburro. Solo piensan en maquillaje y chismes.
Meli creyó que era un halago. Se ruborizó y
jugueteó con su pelo para disimular el nerviosismo. Aquel chico de pecas
dispersas y sonrisa cómplice le gustaba. Quería saber más sobre su vida, pero
tuvo que cortar la conversación: ya era su turno en la caja.
El tercer encuentro fue en el patio del
complejo departamental.
Alex tomaba mate bajo la sombra del
naranjo, el mismo árbol donde Melania solía columpiarse de niña y del que
robaba naranjas cuando llegaba la cosecha. Estaba sentado en un banco de madera
de pino, algo deteriorado por las lluvias del verano. Le daba trozos de galleta
a un perro y escribía algo en una agenda.
—¡Mel! —el hombre levantó la vista y la
llamó apenas la vio, ocultándose tras una columna.
Meli salió de su escondite con la misma
sutileza con la que una hoja se desprende del árbol. Se acercó con pasos de
aire.
—¡Hola! ¿Qué hacés?
—Llevo las cuentas de mi taller. Tengo que
comprar un montón de repuestos para la semana que viene, y ya agendé un par de
arreglos para unos señores del otro barrio.
—¿Repuestos de qué?
—Frenos. A varias personas se les
rompieron. Qué casualidad, ¿viste?
—Uy, qué justo. Mi familia le cambió los
frenos al auto hace unos días.
—Están por las nubes los precios.
—La verdad, nos costó un poco caro.
—Para la próxima, decile a tu papá que le
hago descuento… por la hija tan linda que tiene —murmuró, al tiempo que le
acariciaba el pelo con suavidad.
—Lo tendré en cuenta —respondió ella, lejos
de sentirse incómoda. Pensó que el halago tenía buenas intenciones.
—Disculpá, no te ofrecí mate. ¿Te cebo uno?
—preguntó mientras vertía el agua caliente en el recipiente.
—Dale. No soy de tomar, pero te lo acepto —Melania
se sentó en un tronco, justo frente a él.
Sintió sus ojos clavados en sus shorts,
unos jeans recortados con flores bordadas por su abuela, que ya le quedaban
chicos. Se los acomodó con un movimiento disimulado. Alex desvió la vista al
cuaderno.
—Si nos vemos seguido, vas a tener que
acostumbrarte. Soy muy fan, y lo tomo amargo.
—Mi abuela siempre lo toma dulce.
—Nah, el verdadero mate se toma amargo —le
pasó el mate con cuidado—. Cuidado, que está muy caliente.
Pasaron la tarde conversando, conociéndose
más entre mates y risas suaves. Él cada tanto, la invitaba a su casa, pero
Melania nunca estaba del todo segura. Sabía que si su familia la descubría en
el departamento de un hombre, las preguntas no tardarían en caer. Todavía
cuidaba que nadie la viera a su lado; por eso se encontraban cuando todos en su
casa estaban en el trabajo o en la escuela.
A quien sí le confiaba todo era a su
diario. Páginas enteras llenas de su nombre escrito con tinta roja y brillos.
Por las noches, salía al balcón para cruzar señas con él, unas sonrisas
fugaces. Se veían en la penumbra de las escaleras o bajo el naranjo del patio,
cuando el sol estaba alto. Mel se derretía cada vez que él le regalaba un ramo
de azucenas acompañado de una carta escrita a mano.
Un día cualquiera, intercambiaron números
de teléfono. Ahora podían hablar más seguido, aunque fuera a la distancia. Mel
silenciaba las notificaciones cuando almorzaba con su familia, pero en el fondo
no podía despegarse del celular. Solo lo dejaba de lado cuando estudiaba… y a
veces, ni siquiera.
—¿Con quién hablás tanto? —preguntó su
madre, refregando la ropa con bronca sobre la tabla. La veía contestar con
demasiada frecuencia, y eso le daba mala espina.
—Con Luisana. Se acerca el cumpleaños de
Sol y estamos organizando el regalo —respondió Mel, sin levantar la vista del
celular.
Pero su madre no se tragó la respuesta tan
fácil. Alzó la mirada, con los labios fruncidos y una ceja levemente arqueada.
Extendió la mano, firme, con la palma hacia arriba.
—Mostrame el teléfono.
Sobrevivir a padres estrictos te vuelve
buena mintiendo. Con la rapidez de quien ya ensayó esa escena mil veces en la
cabeza, Melania abrió el chat grupal del colegio y archivó el de Alexander sin
temblar. Su madre, que nunca terminó de entender cómo funcionaba un celular,
hojeó un par de mensajes con el ceño fruncido y, tras unos segundos de silencio
incómodo, se lo devolvió.
—¿Van a ir esta tarde, entonces?
—Sí. Vuelvo tipo seis o siete, ¿te parece
muy tarde?
—A las cinco te quiero acá. Sos una nena,
no tenés por qué andar en la calle a esa hora. Tu trabajo es estudiar… y
cocinarles a tus hermanos.
Melania rezongó apenas, lo justo para no
levantar sospechas. Dentro de todo, su madre le había dado más cuerda de la que
esperaba. Con resignación disfrazada de obediencia, le estampó un beso seco en
la mejilla y se fue a su cuarto a cambiarse.
No quería levantar sospechas, así que
eligió el vestido a lunares que le llegaba justo debajo de las rodillas, el
saquito tejido por su abuela —tres talles más grande—, unas zapatillas que
había olvidado lavar y se despejó el pelo con una vincha deportiva. Sus amigas
decían que se afeaba a propósito, que al menos debería maquillarse o hacerse
unas ondas. Pero con imaginar la reacción de sus padres si la veían demasiado
producida, un escalofrío le recorrió la espalda.
Justo antes de salir, el celular vibró. Era él.
Alex:
Hola, hermosa. ¿Cómo va tu domingo?
Alex:
Lo entiendo.
Pensé que me amabas.
A Melania se le
erizó la piel.
Alex:
Perfecto. Lo entendí. No me amás.
Porque si realmente lo hicieras, harías un esfuerzo por venir a verme.
Yo te quiero mucho, pero también tengo necesidades, ¿viste? Para vos debe ser
re lindo que te dé y haga un montón de cosas, pero yo también quiero que
aportes en esta relación.
Tal vez lo mejor sea dejar lo nuestro hasta acá.
Mel sintió el
estómago apretarse. Sus manos comenzaron a sudar.
Alex:
Sólo estoy diciendo la verdad. No sé, yo haría cualquier cosa por vos. Pero
parece que vos no por mí
Pero tranqui, ¿eh? No te quiero hacer sentir mal. Seguro otro día nos vemos. O
no. No sé…
Melania sintió
la culpa trepándole por la garganta. Sabía que no podía ir, que tenía que estar
con sus amigas. Pero también, no soportaría la idea de perderlo.
Alex:
¿Entonces qué hacemos?
Debía mantenerse
firme en su decisión, no podía ceder. Pero la voz de Alex resonaba en su
cabeza, una y otra vez:
"Pensé que
me amabas."
No podía
perderlo. No soportaba la idea de que él la viera como una novia egoísta. Tragó
saliva y, con el estómago revuelto, abrió el chat con sus amigas.
Alex le
respondió casi al instante.
Alex:
Te
espero ❤️
Apagó el celular
antes de leer más respuestas.
Para distraerse,
intentó imaginar su casa. La veía minimalista, con pisos y paredes blancas
relucientes, fotos de su infancia enmarcadas, un perrito acurrucado en su cucha
junto a la estufa… y herramientas de taller desperdigadas en los rincones menos
esperados. Esa imagen la tranquilizó.
Lo ideal sería
salir ahora, mientras aún tenía coraje. Se despidió de su mamá con un beso en
la mejilla, gritó un “¡Chau!” a sus hermanos que jugaban en el fondo, y salió.
El trayecto fue
corto. Sus piernas pesaban como nunca. Con cada paso, el remordimiento crecía. Al
llegar a la puerta del doce, golpeó suavemente con los nudillos. Un golpe
errático, casi tembloroso. No quería toparse con viejas chismosas ni con
miradas acusatorias. Por suerte, todos dormían la siesta.
Alex abrió con
una sonrisa.
—Mi amor…
Se inclinó para
abrazarla, pero Melania se corrió.
—Pará. Dejame
pasar rápido, así no nos ve nadie —dijo en voz baja, cerrando la puerta con
apuro.
Adentro la
esperaba un ambiente cálido y estéticamente agradable. Sofás impecables, una
mesita de cristal con velas aromáticas, fotografías de los años 2000
—seguramente de su infancia— y un Smart TV encendido, con Netflix de fondo.
Alexander se
sentó en el sillón y le hizo un gesto para que se acercara.
—¿Querés algo?
—preguntó con una suavidad incómoda—. Preparé chocolatada.
Melania no
respondió de inmediato. Se quedó mirándolo. Algo en el pecho seguía pesándole.
—¿Todo bien,
Mel? —curvó la boca con un afecto que no terminaba de confiar.
Ella forzó una
sonrisa y se sentó a su lado.
—Sí… todo bien.
Pero no lo
estaba.
El perrito de
Alex, un caniche toy de rulos beige, salió disparado del sillón, gruñendo con
un tono agudo y nervioso.
—No muerde,
tranqui —dijo Alex con una risa suave, agachándose para acariciar al animal—.
Se va a esconder porque sos una cara nueva.
Y así fue. El
perrito la olfateó con desconfianza un segundo más antes de desaparecer bajo el
sofá.
Él se acercó y
le quitó el saco con naturalidad. Colgó la prenda en un perchero de madera,
cerca de la entrada.
—¿Mate, café o
té? —preguntó, mientras ya se encaminaba hacia la cocina.
Melania dudó. No
quería sentirse más acelerada de lo que ya estaba.
—Té negro
—respondió al fin.
Se quedó de pie
en el living, observando el espacio con más detalle. Todo estaba tan ordenado
con una precisión antinatural que parecía una escenografía. Los sofás no tenían
ni un pelo de perro, la mesita de cristal relucía sin una sola mancha, y las
fotografías enmarcadas en la pared estaban alineadas con una precisión casi
matemática.
Pero lo que más
le llamó la atención fue una estantería desbordada de libros. Se acercó y
deslizó los dedos por los lomos, leyendo los títulos al pasar. Se detuvo en uno
en particular.
—¿Son todos
tuyos? —preguntó, mientras sacaba El resplandor de su lugar.
Desde la cocina,
Alex respondió con voz relajada:
—La mayoría. Los
manuales de geografía son de mi abuelo.
El silbido del
agua hirviendo la sacó de su trance.
Alex preparó su
té con movimientos pausados, ceremoniales, como un ritual aprendido de memoria.
Luego, con la misma meticulosidad, armó la mesa: colocó manteles individuales con
cuadros en tonos tierra, servilletas de tela bordadas con pequeñas flores, un
azucarero de porcelana a juego con la taza y el platito. Como toque final, un
jarrón con azucenas frescas en el centro.
Melania sintió
un escalofrío. Todo en esa casa era perfecto.
Se sentó frente
a la taza de té humeante, pero no se atrevió a tocarla.
Alex sonrió. Con
una dulzura que le erizó la piel, preguntó:
—¿No vas a
probarlo? Lo hice con mucho amor.
Melania tragó
saliva y levantó la taza. Le temblaban los dedos.
―Eu, me re gusta
este juego de té. ¿Dónde lo compraste?
―¡Tiene más
años! Era de cuando mis abuelos se casaron, imaginate ―dijo Alex, untando las
tostadas con una precisión mecánica.
―Cuando sea
grande y me independice, quiero uno también.
―No te falta
tanto. Fijate en las ferias de segunda mano, hay unas al final del barrio. Yo
compro de todo ahí. La mayoría de mi ropa es de otras personas.
―Uff, mi mamá no
me deja comprar cosas usadas. Dice que cargan la energía de otros y que no
deberíamos absorberla ―Mel revolvía las tres cucharadas de azúcar en su té,
sintiendo cómo el líquido se espesaba levemente.
Alex bufó con
desprecio.
―Qué estupidez,
sinceramente. ¿Cómo sabés si lo que tenés no lo usó alguien más ya?
Melania se
encogió de hombros.
―Ni idea. Pocas
veces me pregunto si tiene sentido todo lo que dicen mi mamá… y mi familia en
general.
Alex sonrió con
la superioridad de quien se cree dueño de una verdad absoluta.
―De onda, tu
familia es rarísima. Bah, siento que se pierden de muchas cosas por estar tan
metidos en esa religión.
Hizo una pausa
para tomar un sorbo de mate y, con una dulzura que se sentía casi ensayada,
deslizó la mano sobre su hombro.
Melania lo
apartó con un bufido, pero Alex apenas reaccionó. Se limitó a acomodarse mejor
en la silla, como si nada, y se lanzó en una disertación sobre lo absurdo de
las creencias religiosas: que el infierno no existe, que la pureza es un
invento para controlar a la gente, que la vida está para disfrutar, y que
privarse… es cosa de idiotas.
—Uno tiene que
hacer lo que le da ganas en el momento, sin miedo —insistió, con los ojos fijos
en ella, escaneándola.
Melania se
limitaba a asentir ocasionalmente, los ojos fijos en su taza.
—Sí, sí… ajá…
puede ser… mirá vos…
Cada tanto,
Melania revisaba los mensajes de sus amigas, que enviaban fotos de cafés
espumosos y artesanías en la plaza.
La observó
hacerlo y dejó el mate sobre la mesa con un golpe sordo.
―Se nota que te
aburrís conmigo ―dijo, sin levantar la voz, pero con una frialdad que la heló.
Melania levantó
la vista, despacio.
—¿Qué?
—Nada. Si
preferís estar con tus amigas, decímelo de una. No me gusta perder el tiempo
con alguien que está pensando en otra cosa.
El aire en la
habitación se volvió más espeso. Melania sintió un peso en el pecho, una culpa
que no entendía por qué estaba cargando.
Alex suspiró,
con una sonrisa ladeada, casi triste.
—Olvidalo. No es
que te importara.
Ella abrió la
boca para decir algo, pero no encontró palabras. Su estómago se hizo un nudo. Él
tenía razón. O al menos, eso creía.
Lo que pasó
después se rompió en su memoria, como imágenes detrás de un vidrio empañado.
A veces, cuando
está sola con un hombre —aunque sea un familiar—, el pecho se le cierra y la
respiración se le descontrola. Si el aire es demasiado denso, si la habitación
es demasiado pequeña, si una cortina está corrida de cierta manera. Su mente
bloqueó la mayor parte, pero su cuerpo no olvida.
Por eso revisa
siempre que las puertas de su cuarto y del baño se puedan abrir de un tirón. Porque
aprendió que gritar no sirve. Que llorar no sirve. Que hay momentos en los que
lo único que importa es que haya una salida.
Fue a confesarse
a la iglesia, en un intento desesperado por encontrar alivio. Se arrodilló con
las manos temblando, la garganta cerrada, el corazón arañando desde adentro. Pero
cuando llegó el momento de hablar, la culpa le quemó la lengua.
Sabía lo que su
Dios esperaba de ella. Si cumplía sus obligaciones, si mantenía su fe, Él la
cuidaría.
Pero no lo había
hecho.
Porque el error
fue suyo, ¿no?
Porque fue ella
quien lo propició, ¿no?
Porque fue ella
quien desobedeció.
No podía
presentarse ante su Dios con ese pecado encima.
Intentó buscar
refugio en su madre. Se sentó frente a ella, con el cuerpo encorvado y las
manos entrelazadas, buscando la manera de explicarlo. Pero cuando la miró a los
ojos, las palabras se ahogaron en la garganta.
Así que se lo
contó a una amiga. Y su amiga lo convirtió en un chisme. En cuestión de días, se
enteraron todas en la escuela. La señalaban en los pasillos y se reían a sus
espaldas. “Zorra.” “Puta.” “Trola.” Le arrojaban esos insultos como piedras. Hasta
que dejaron de ser solo palabras, y se convirtieron en algo más: una sentencia.
Después, se
enteró su familia. Y si en la escuela eran palabras, en su casa fueron golpes. La
arrastraron hasta su cuarto. La encerraron entre cuatro paredes que se
volvieron su cárcel. Le quitaron todo. No volvió a salir a la calle.
Sus hermanos
dejaron de hacer sus tareas. Se las encajaron a ella, como un castigo divino. Sus
abuelos, en shock, dejaron de visitarlos. Las pocas amigas que le quedaban
desaparecieron. No tenía a nadie. No tenía nada.
―Es la única forma
de que Dios te perdone, hija.
Melania dudó. Dudó
porque el perdón no llegaría. Porque a ella no la iban a perdonar nunca.
Alex, en cambio,
sí. Él, que no creía en Dios. Él, que no se confesó. Que no lloró. Que no
sintió culpa. Él, que hizo las valijas, se mudó de provincia y siguió con su
vida como si nada.
Como si ella nunca hubiera existido.
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